El 3 de enero de 2009 apareció en internet el lanzamiento del bitcóin como un proyecto de moneda virtual cifrada que se desarrollaba de forma colectiva a través de una plataforma digital y en cuya autoría figuraba la identidad ficticia de Satoshi Nakamoto o Gavin Andresen, entre otros nombres.
El objetivo de su misterioso creador era impulsar un sistema monetario paralelo al existente en ese momento y descentralizado, aplicando el concepto de criptomoneda o criptodivisa que se caracterizó por ser un modo de pago digital para transacciones en internet. El Banco Central Europeo (BCE), en su informe de octubre de 2012 sobre divisas virtuales, concluyó que «las raíces del bitcóin se encuentran en la Escuela Austríaca de Economía». Desde entonces, y hasta que se ha dado con el nombre de su fundador, poco más se sabía.
Nunca estuvo clara la verdadera paternidad de esta iniciativa, ya que admitirla equivalía a exponerse al delito en EEUU de atentar contra el dólar. Sin embargo, seis años después, el pasado diciembre, era detenido en Australia un emprendedor de 44 años llamado Craig Wright como presunto autor de esta moneda.
El bitcóin es una divisa completamente digital. Esto implica que no se imprime en billetes ni se intercambia a través de formatos materiales o metálicos. Son cifras en una base de datos, transacciones. Nace, fundamentalmente, como medio de pago para internet y a diferencia de los tradicionales no está sometido a una autoridad central ni intermediarios.
Su valor corresponde, básicamente, a dos factores: la confianza de los usuarios y el volumen de uso en la compra por la red. Hace menos de 10 años, su precio era de apenas unos céntimos de euro. Ahora la moneda virtual se paga a 384,37 euros. Actualmente, hay en circulación más de 15 millones de bitcoines que representan 5.800 millones de euros. A diferencia de la moneda tradicional, no se distribuyen por un banco central ni están respaldados por activos físicos como el oro u otras divisas, pero se «extraen» por los usuarios que utilizan los ordenadores para calcular su valor con fórmulas algorítmicas complejas.
Desde su origen hasta hoy ha experimentado una espectacular revalorización. Así, en octubre de 2013 se conoció que un noruego olvidó que compró en 2009 bitcoines por 19,30 euros y en cinco años acumuló 640.000 euros. Kristoffer Koch compró por curiosidad, para saber cómo funcionaba el sistema y probarlo él mismo. Los bitcoines se almacenan en carpetas protegidas con una clave privada que Koch olvidó con el tiempo. En 2013, se topó con esa carpeta, la recuperó y su sorpresa fue mayúscula.
«Me comunicaron que tenía 5.000 unidades y que en la actualidad equivalen a 641.892 euros», relató en una entrevista recogida por The Guardian.
En agosto del año pasado, una serie de filtraciones reveladas a las revistas tecnológicas Gizmodo y Wired apuntaron a Craig como el inventor de esta moneda digital junto a su amigo Dave Kleiman, que falleció en 2013. Hasta entonces, había estado en silencio. La fortuna de Wright en bitcoines puede ascender a 400 millones de euros, según varios medios.
En este contexto, faltan muchos interrogantes que aclarar. Regular el bitcóin parece una tarea difícil. ¿Quién tiene jurisdicción especifica sobre algo que ha nacido en internet? No es una empresa u organización, sino una inmensa red descentralizada. Está distribuida en todo el mundo. Existen nodos en 180 países, el 94% de todas las naciones.
Existe otra pregunta: ¿cómo legislar sobre algo que el legislador no entiende? ¿Cómo regular algo orgánico que evoluciona y crece y que es todavía un embrión?
Si el bitcóin es malo, irracional o delictivo, ¿por qué su mayor implantación se da en países muy desarrollados y con poca corrupción y delincuencia como Suiza, Finlandia o Alemania?
Voto de confianza. En este escenario, el FMI da un voto de confianza a las monedas virtuales. «Pueden proporcionar servicios financieros más rápidos y más baratos», afirma la directora gerente, Christine Lagarde, si bien advierte de los peligros del fraude fiscal o la financiación del terrorismo
«Ofrecen muchos beneficios potenciales, como la rapidez y eficiencia en la realización de pagos y transferencias», agrega.
Al mismo tiempo, el Fondo admite que hay «riesgos» que deben gestionarse a través de regulaciones equilibradas que no frenen la innovación. También, sostiene que estas medidas son demasiado volátiles para que su uso se extienda de forma masiva.