Inti Raymi. sacrificio al Sol

Beatriz Tajadura / Perú
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Sol, gritos de guerra, sangre y armaduras de colores. Dos burgalesas viajan a lo más recóndito de Perú y asisten a la ancestral fiesta del sol que persiste desde hace más de quinientos años

Los quechuas anuncian la llegada del inca tocando los pututus. - Foto: B.S.T.

Montserrat Pérez-Cecilia y María Jiménez están temblando. Cien guerreros incas les miran a pocos metros de distancia, aquellos que en el pasado empuñaban lanzas y escudos de guerra. Lucen vestidos de colores y las mejillas embadurnadas de pintura. Sus ojos son como ascuas, minúsculos y abrasadores. El eco del tambor retumba a través de las montañas. Suena salvaje y frenético como una danza mística. Los incas agitan sus cuerpos y se diluyen en un solo movimiento, un solo hechizo, mientras las dos burgalesas, con sus mochilas y botellas de agua, permanecen inmóviles.

El pueblo inca sigue vivo en las selvas de Perú. Han pasado quinientos años, pero los ancianos peruanos conservan los rituales y los enseñan en las guarderías. Así es como Montserrat y María han llegado a temblar con cientos de peruanos vestidos como sus antepasados. La fiesta del sol se celebra cada 24 de junio en una cordillera sagrada a las afueras de Cuzco. Años atrás, los incas no habrían tolerado la presencia de extranjeros. Hoy, cualquiera puede sentarse en las gradas y disfrutar del espectáculo. La fecha del ritual no es una casualidad. El Inti Raymi (en quechua: Inti=sol, Raymi=fiesta) coincide con el día más corto del año en el hemisferio sur: el 24 de junio. Es el solsticio de invierno.

«Primero bailan todos juntos, con esos trajes tan vistosos, y levantan las manos al sol», explica Montserrat. Su dios supremo es el sol, aquel que les proporciona la vida, el calor y unos cultivos vigorosos. «Todo es para el sol. Las ofrendas, la música con las conchas marinas, los cantos de las mujeres y los sacrificios», prosigue. «Incluso el inca, el gobernante, se considera hijo del sol». Mientras las dos burgalesas contemplan embelesadas, un peruano de cabello grueso explica en voz baja. Es su guía, un cusqueño llamado Carlos. «Pensar como un inca es fácil», asegura sonriendo. Y les plantea una pregunta: «Si llamamos dios a aquel que nos da la vida, ¿en quién pensamos? La respuesta de los incas era obvia: en el sol».

María Jiménez da un codazo a Montserrat y señala el altar de piedra, allí donde el inca y un grupo de chamanes acaba de arrodillarse. Los bailarines se detienen y da comienzo la bendición de la chicha, bebida típica peruana a base de agua y maíz triturado. Tiene un aspecto blanquecino y su sabor es dulce y agradable. Uno de los chamanes alza entonces un cáliz rebosante de chicha y lo agita gritando al cielo. Mira al sol fijamente y sus rayos le dañan los ojos. «Es la primera parte de la fiesta del sol», susurra Montserrat. «Tras los bailes, bendicen la chicha. Y todavía quedan dos partes: el ritual del fuego y el sacrificio». Cuando Montserrat termina la frase, el chamán está arrojando al suelo parte de la chicha. «Es tradición peruana», explica el guía. «Primero se da de beber a la tierra, después bebemos nosotros. Lo que damos a la madre tierra, la madre tierra nos lo devuelve». El sol y la tierra presiden el panteón inca. Mientras que Inti, el sol, representa al padre, la Pachamama se convierte en la madre. El sol calienta la tierra, hace germinar sus frutos y la tierra proporciona sustento a los seres vivos. «Son los perfectos padres», continúa Carlos. «Los que nos dan de comer».

El inca es hermano de la naturaleza, pero eso no le impide matar  animales. María se lleva la mano a la boca al advertir una nueva presencia sobre el altar. Es otro de los chamanes, uno especialmente robusto. Sostiene un bulto oscuro, que se retuerce y chilla como un cerdo. «¿Esa es?», Montserrat habla con un hilo de voz. Carlos mueve la cabeza afirmativamente. Hace quinientos años, los incas sacrificaban vírgenes en ofrenda a su dios. Las conducían a lo alto del altar, amordazadas y vestidas de blanco, y sobre la palestra de piedra les arrancaban el corazón. Las más bellas eran las elegidas. Esas prácticas desaparecieron con el último líder inca, Atahualpa. El bulto oscuro que el chamán sostiene entre brazos no es una mujer, sino una llama. Y el sacrificio es un acto teatral, para disfrute de los espectadores.

Aun así, María ahoga un grito. El chamán ha depositado al animal y uno de los guerreros se aproxima cuchillo en alto, profiere un aullido, los demás enmudecen y la hoja afilada se introduce muy despacio en la carne. Es entonces cuando los guerreros vuelven a moverse, tras contener la respiración, y se abalanzan sobre la llama muerta. Le arrancan las vísceras y las enarbolan con gozo. «¿Es de verdad?», inquiere Montserrat. Sabe que no, pero necesita oírlo de nuevo. El guía lo ratifica y señala al grupo de chamanes, que se alzan al sol un pedazo de intestino. «Lo están ofreciendo a su dios», cuenta Carlos. «Es la mejor llama de su ganadería, la más fuerte y sana. No penséis que matarla es un desperdicio, ellos lo consideran un honor». El cuerpo desmadejado se esparce por el altar de piedra. Los guerreros vuelven a bailar. Han venido todos, de las cuatro regiones del antiguo Imperio Inca. Están los costeños, de ojos fulgurantes, los del altiplano, los quechuas de las montañas y los amazónicos, con sus ropajes de cuero y sus boas al cuello. Y todos saltan y levantan las manos con los ojos bien abiertos, porque alaban la luz y el calor y la tierra ardiente.

Más allá del altar, se atisban dos hileras de quechuas con el torso plateado. Sostienen el palio de una mujer, bella y orgullosa como pocas. Es la coya, la esposa del gran inca elegida entre las muchas amantes. El trono de la coya tiene el color de una luna pálida, símbolo de fertilidad y trascendencia. El líder inca comparte lecho con otras, pero solo los vástagos de la coya le sucederán. Y así levita el trono de la coya, regia y serena hasta detenerse junto a su compañero. A su lado los guerreros danzan con frenesí, de cara al sol. María y Montserrat se vuelven hacia el astro, rotundo y cegador en lo alto del firmamento. Se sienten parte de un rito ancestral, donde el primer espectador es aquel que brilla.