Es que era mirar hacia la fachada del Arco de Santa María con el abad de San Pedro de Cardeña, Roberto de la Iglesia, subido al balcón, rodeado de banderolas castellanas y de músicos que anunciaban con sus trompetas el pregón del fin de semana cidiano, y volver al siglo XI pero en un santiamén. Poco antes, desde el Solar del Cid había salido una comitiva formada por nobles de la época, pobres de solemnidad, ajusticiados con las ropas ensangrentadas y caballeros, que se paseó por un Espolón lleno de comercios donde uno podía hacerse con los más variados objetos: desde quesos hasta jabón con olor a regaliz rojo y desde cremas de aloe vera hasta tebeos con las historias de Rodrigo Díaz de Vivar.
En la Plaza del Rey San Fernando esperaba una jaima en la que casi era pecado no sentarse a tomarse un té a la menta y a saborear los dulces árabes llenos de miel, sésamo, pistachos y almendras, y una exhibición de esgrima antiguo donde un caballero con su cota de malla explicaba cómo se las gastaban en aquella época cuando de pelearse con espadas se trataba. Tal es así que hizo referencia a un tratado de esgrima de esa época y de origen italiano que hacía referencia a la patata in los coglioni. Es decir, que valía todo.
Así que los tiradores estaban completamente cubiertos para evitar que un mal golpe echara a perder toda la infraestructura preparada por la Asociación Provincial de Empresarios de Hostelería, por la Asociación Burgalesa Amigos del Caballo y por OTR Organización de Congresos y hubiera que suspender por un mal mayor. Llevaban su gambesón (una protección acolchada) bajo la cota de malla, una careta que les cubría todo el cuerpo y unos guantes de hockey para tener a salvo las manos, que no fue el único anacronismo de la jornada: Una dama con un traje de anchas mangas y ricos bordados se lo hacía cruzar con un bolso de El Corte Inglés, un caballero iba hablando por un móvil de última generación y otro fumando un cigarrillo con filtro. Había monjes con vestimenta talar haciendo fotos con una cámara digital y casi todos los personajes llevaban un reloj de muñeca. Aunque si uno hacía la vista gorda se podía sentir la Historia y evitar el aroma de los excrementos de caballos, animales que nunca han sido muy mirados con respecto a dónde evacúan, ya que un par de trabajadores municipales cerraba la medieval comitiva con escobas y carritos ad hoc.
Y, así, mientras bajo la puerta del Sarmental dos caballeros se cascaban a modo con sus espadas y casi a puñetazos, el abad de SanPedro Cardeña comenzaba sus lindas palabras con las que explicó la vinculación de su monasterio con El Cid. Allí ya no están sus restos como consecuencia de la desamortización pero sí los de muchos miembros de su familia (su madre, su hijo y su yerno, entre otros). También hay una estatua ecuestre del caballero que da la bienvenida a los visitantes y su figura enhiesta puede contemplarse, además, en lo más alto de la espadaña de la iglesia.
Apuntó el abad que hablar del Cid es hacerlo de valores humanos y cristianos: «¡Cuánto podemos aprender de este hombre, nosotros, que después de diez siglos seguimos usando el odio, el rencor y la venganza como moneda de cambio en muchas de nuestras relaciones humanas! La nobleza, la honestidad, la sinceridad y la magnanimidad que lucieron en Rodrigo Díaz pueden ser para nosotros una enseñanza bien actual».
Tras estas sabias palabras se leyó un breve fragmento de la novela Y pasó en tiempos del Cid, de José Enrique Gil Delgado, y la muchedumbre se dispersó para reponer fuerzas con las que abordar los combates, exhibiciones de armas, torneos, teatros y el desfile nocturno con antorchas que aún quedaban. Para cenar, muchos establecimientos prepararon pantagruélicas cenas cidianas que, éstas sí, hubieran dejado al héroe derrotado. Como ejemplo va este menú: Sopa castellana, morcilla, callos, patitas, picadillo, torreznos, asadurilla, mollejas, bacalao... ¡Bendito siglo XI cuando no se conocía qué era el colesterol!