«Todos llevamos una tierra dentro, que nos alienta, y nos acusa, y nos salva. Es la tierra del alma. Las ciudades, los pueblos, habitándonos, los hombres, cada calle, cada casa, el resplandor de los pasos, traicioneros o alegres, el temple de la luz, todo lo que es fecundación o fracaso, como el agua de los ríos: Duero, Tormes, Pisuerga, Arlanzón, Bernesga... Todo se va configurando hasta tallar la historia: el capitel y la miseria, las rejas del espacio. Y, sobre todo, el espíritu. En mi caso, el andar, caminar, paso a paso, por Castilla. Sí, desde Burgos hasta Valladolid, desde Salamanca hasta Zamora, desde Toledo hasta Segovia, Ávila...». Con esas palabras, y parafraseando en parte su poema ‘La ciudad del alma’, resumía el poeta zamorano Claudio Rodríguez su sentir por la tierra que le vio nacer, en un escueto y sentido escrito titulado ‘Hacia Castilla’, al que dio forma en 1979 con motivo de la celebración del Milenario de la Lengua Castellana.
Su madre, María, era una mujer de raíces burguesas procedente de una familia con algunas propiedades en Zamora, mientras que su padre, llamado Claudio como él, tenía humildes orígenes y era un gran lector de poesía, además de haber protagonizado algunos conatos como escritor. Él fue el primer hijo del matrimonio. Nacido en la capital zamorana el 30 de enero de 1934, Claudio Rodríguez vivió siendo niño la Guerra Civil. Al término de la contienda nacería su hermano Javier, y en 1945, las gemelas Marisa y Maricarmen. Aquellos años fríos de la posguerra fueron el siniestro telón de fondo para su infancia, una decisiva fuente de inspiración para su deslumbrante obra poética, donde no faltarían guiños hacia ese tiempo perdido e irremplazable. «Y nos lo quitarán todo / menos el traje sucio / de comunión, éste, el de siempre, el puesto. / Lo de entonces fue sueño. Fue una edad. Lo de ahora / no es presente o pasado, / ni siquiera futuro: es el origen. / Ésta es la única hacienda / del hombre», recitaba en su ‘Oda a la niñez’ incluida en ‘Alianza y condena’ (1965), donde aseguraba que «todo es niñez».
Su infancia la pasó en ‘la casa de los Peñas’, situada en la primera manzana de la avenida Príncipe de Asturias, frente al templete de música, donde también escribió sus primeros versos, según recuerda José Ignacio Primo, integrante del Seminario Permanente. Tras cursar Primaria en la escuela de Los Bolos (actual CEIP Arias Gonzalo), el Instituto Claudio Moyano, le vio cursar sus estudios de Bachillerato en la capital zamorana, donde además de ser un buen alumno desarrolló su pasión por el fútbol («era todo un as del balón», recordaban algunos compañeros de clase).
Giros de la vida. Sus maestros y profesores, en especial Ramón Luelmo, el titular de Literatura, le ayudaron a «unir filosofía y literatura en un mismo pensamiento», mientras completaba su formación en latín y en francés profundizando, con su apoyo, en las métricas francesa y castellana para descubrir lo que él llamó «el ritmo del espíritu».
Fue a comienzos de la primavera de 1947 cuando su vida sufrió un giro decisivo, al morir su padre y quedar su familia al borde de la bancarrota. Su mujer, Clara Miranda, recuerda que aquella herida jamás cicatrizó, ya que «se emocionaba todos los años en el aniversario de la muerte repentina de su padre». Con trece años, el pequeño tuvo que aprender a lidiar con la administración de fincas en el campo y con los jornaleros asalariados que las trabajaban.
Aún no lo sabía, pero su nueva situación personal contribuiría de forma decisiva al despertar de su vocación poética por dos motivos: en primer lugar acentuando lo que llamaría su «manía andariega», empujándole a largas caminatas contemplativas por la ciudad y por las orillas del río Duero, en las que encontraría años después el mejor aliado para la inspiración; en segundo lugar, porque se refugió en la amplia biblioteca de poesía que atesoraba su padre en el hogar familiar, repleta de clásicos españoles y de poetas franceses del siglo XIX a los que disfrutaba en su lengua original.
Es así como hacia 1948 escribe sus primeros poemas, que calificaba como «ejercicios para piano». Uno de ellos, ‘Nana de la Virgen María’, se convertiría un año después, cuando él apenas contaba con catorce años, en su primer poema publicado, al ver la luz en ‘El Correo de Zamora’.
Desde la traumática muerte de su padre, Claudio se convirtió en un hombre «solitario, andariego», al que le gustaba «comunicarse con la gente sencilla, y qué mejor lugar para este encuentro que las tabernas y los bares de la ciudad: La Golondrina, La Reja y El Rocío de su compadre Agustín, La Herminia, La Gorda, La Eulalia, La Bodega de la Huerta, Trabanca...», relata José Ignacio Primo Martínez en ‘La voz de Claudio’, recogido en el número 4 de ‘Aventura’.
Poemario. Aún en Zamora, empieza a dar forma su deslumbrante primer poemario. «Cuando comencé a escribir ‘Don de la ebriedad’ tenía 17 años. Son datos suficientes para orientar al lector. Poesía —adolescencia— como un don; y ebriedad como un estado de entusiasmo, en el sentido platónico, de inspiración, de rapto, de éxtasis, o, en la terminología cristiana, de fervor. Claro está que no puedo reproducir dichas sensaciones, pero sí aclarar que mis primeros poemas brotaron del contacto directo, vivido, recorrido, con la realidad de mi tierra, con la geografía y con el pulso de la gente castellana, zamorana», anota el autor en su introducción a ‘Desde mis poemas’, que reunía en 1983 en un único tomo sus cuatro poemarios publicados hasta entonces.
El mismo año que empezó a escribir ‘Don de la ebriedad’, Claudio Rodríguez se traslada gracias a una beca a Madrid para iniciar sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense, un tiempo en el cual la Biblioteca Nacional se convirtió en su segunda casa. Su despedida de su Zamora natal es «una suma de separaciones», de las frustraciones familiares, de la inocencia y de la educación burguesa, para abrir las puertas de un mundo nuevo que le aguardaba en Madrid, donde encontraría cómplices eternos como Vicente Aleixandre o Clara Miranda, una compañera de la facultad que se convertiría poco tiempo después en la mujer de su vida.
Durante dos años, perfila y destila los versos de ‘Don de la ebriedad’: «Escribí casi todo el libro andando. Me lo sabía de memoria y lo iba repitiendo, corrigiendo, modificando cuando andaba en el campo», cuenta a Dionisio Cañas en su libro ‘Claudio Rodríguez’, para la Colección Los Poetas de la editorial Júcar.
La irrupción de ‘Don de la ebriedad’, su impecable debut literario, le valió con apenas 19 años el Premio Adonais, uno de los galardones más prestigiosos de la poesía en castellano. «Cuando escribí mi primer libro conocía muy poco la poesía española contemporánea. Conocía a los franceses, Rimbaud, Baudelaire. A un poeta como Cernuda lo conocí ya muy tarde. Pero en los poetas no se trata de influencias, sino de la calidad y la asimilación de las influencias. La poesía inglesa, por ejemplo, me ha influido en el rigor de la construcción, en el acceso hacia el poema», confesaba al periodista mexicano Federico Campbell en 1971.
Ya en la Universidad Central, en febrero de 1956 tomó parte activa en las revueltas universitarias contra el franquismo, que condujeron a destituciones como la del ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, y la desarticulación del SEU. Un año más tarde, presenta su tesis de licenciatura donde profundiza en una de sus pasiones: ‘El elemento mágico en las canciones infantiles de corro castellanas’. Y de 1958 data ‘Conjuros’, su segundo libro de poemas, con Zarautz y Zamora de fondo y dedicado a Vicente Aleixandre, de quien diría: «Era como un padre, un hombre que me aconsejaba y con el que mantenía charlas acerca de cuestiones vitales».
Reconocimientos. En 1983 recibe el Premio Nacional de Poesía por la publicación de ‘Desde mis poemas’, y en 1986 es galardonado con el Premio Castilla y León de las Letras. Tras la muerte de Gerardo Diego en el verano de 1987, Carlos Bousoño. Manuel Seco y Emilio Lorenzo le proponen como académico y su candidatura para ocupar el sillón I mayúscula es aceptada, aunque no tomará posesión hasta cuatro años más tarde, el 29 de marzo de 1992, tras su lectura de la ponencia ‘Poesía como participación: hacia Miguel Hernández’.
En 1991 Tusquets publica ‘Casi una leyenda’, su último poemario, donde el poema más largo era ‘El robo’, donde adapta una leyenda popular en torno a la Puerta del Obispo de la Catedral de Zamora.
1993 fue un año de premios, al sumar a su palmarés el Príncipe de Asturias de las Letras y el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Tras varios años dedicado a la enseñanza universitaria y a impartir seminarios sobre poesía contemporánea española, a comienzos de mayo de 1994 su ciudad natal le dedica una calle y, en el descubrimiento de la placa, sentencia: «Zamora es una ciudad que llevo dentro, en el alma».
Una operación no fue suficiente para salvarle del cáncer de estómago que acabaría por arrebatarle la vida el 22 de julio de 1999.