Hace 20 años, Bakimet era un poblado marginal sitiado por la Policía en busca de El Huevo, un peligroso sujeto con fama de Robin Hood y liderazgo entre sus jóvenes vecinos de chabola. Carlos Pisa Heredia ‘cayó’ el 26 de enero de 1994. Tenía 23 años, 34 detenciones a sus espaldas y causas pendientes por atropello mortal, violación y robos varios. Diario de Burgos reconstruye cómo era el entorno, ya desaparecido, en el que creció y murió el famoso delincuente.
El descubrimiento hace más de un año de unas galerías subterráneas en la antigua Bakimet devolvió a la actualidad la historia negra del viejo poblado situado junto a la carretera de Valladolid. La leyenda de que esos pasadizos habían sido construidos por los moradores de las chabolas a finales de los 80 para huir de las redadas policiales -unida al vigésimo aniversario de la detención de El Huevo- ha llevado a este periódico a tratar de resumir cómo era la vida en el principal foco de delincuencia de la ciudad hasta su desmantelamiento en 2006.
Para ello ha contactado con varios policías que hicieron más de una guardia en aquella época frente al poblado. Francisco Pérez Eguíluz, actual jefe de la Brigada de Seguridad Ciudadana, desmiente, para empezar, «el cuento» de que hacían túneles para comunicar unas chabolas con otras. «No se tomaban esas molestias», indica. Lo que sí hacían era agujerear el piso de las construcciones, elevadas unos 60 centímetros sobre el terreno, «para escapar si llegaba la Policía». «Pero excavar esos pasadizos hubiera sido un trabajo muy complicado», apunta. Esas galerías formaban parte de los sótanos de la antigua sedera que allí se asentaba. Les servía de escondrijo, pero también a los yonkis que acudían a por heroína y el mono que sufrían les empujaba a metérsela en vena nada más comprarla, «o cambiarla por cualquier objeto robado». Algunos aparecieron muertos por sobredosis.
Y es que en Bakimet «empezaba o terminaba el 90% de la delincuencia que había en Burgos» a finales de los 80 y principios de los 90. Como ejemplo una anécdota que jamás olvidará Pérez Eguíluz. El propietario de un famoso restaurante casaba a su hija a los pocos días y desapareció de su casa todo el ajuar, vestido de la novia incluido. ¿Dónde buscar? En Bakimet. Allí acudieron varias patrullas, apretaron a unos cuantos habitantes y les dieron 2 días para entregar el botín. Lo hicieron. «No sé si lo robaron ellos, pero sabían quién había sido;estaban al corriente de todo lo que sucedía en Burgos», detalla.
Pese a que los pobladores de las chabolas eran en su mayoría de etnia gitana, no existían jerarquías, ni un patriarca o una matriarca con ascendencia sobre el resto. Y además, había familias enfrentadas. Existía una enemistad visceral entre el clan de la Chula, madre de El Huevo (fallecido en 1997 por una sobredosis) y de El Lolo (en prisión por el crimen del bar Flipper), y la familia de El Chiti, o El Oso, tío de El Pelayo, el joven condenado por la muerte de Iván Herrero en Las Llanas en 2008. Sus chabolas estaban próximas, según los planos que conserva la Comisaría, y sus encontronazos constantes. Sin embargo, no se produjeron reyertas de importancia entre ambas familias. Resolvían sus rencillas -casi siempre derivadas por el control del tráfico de droga- con delaciones mutuas con las que lo único que ganaban era perder a alguno de sus miembros durante una temporada en el talego. De esta manera, pensaban, «eliminaban la competencia».
En los registros que practicaron en aquella época los agentes de la Policía Nacional no hallaron nunca grandes alijos. ¿Por qué? La heroína, y más tarde la cocaína, estaba en Valladolid, en el barrio de la Esperanza -por fortuna hoy ya desmantelado-. El Lolo, por ejemplo, era uno de los correos que el clan de La Chula enviaba al capital vecina a por droga, «pero nunca traían demasiada». Y mucha la consumían ellos mismos. De hecho su hermano, El Güevo, estuvo muy enganchado y terminó muriendo en la cárcel tras años de excesos.
El Chiti (en la imagen superior con su familia) tiene pendientes 9 años de cárcel y se encuentra huido de la justicia. También hacía de correo, «pero era un fiestero». En Bakimet solían cortar la heroína con colacao. En una ocasión, recuerda Pérez Eguíluz, se le olvidó porque estaba «demasiado pasado». Dos yonkis -chumarros, en el argot de los gitanos- que la compraron sufrieron sendas sobredosis y murieron. Sus cadáveres aparecieron en una cueva situada bajo las vías del tren que usaban los drogadictos para picarse.
La Policía Nacional tenía allí destinados a diario dos coches patrulla, pero la mayoría de los movimientos se producían por la noche. Al caer el sol era cuando cometían los robos o cuando los yonkis acudían con sus efectos preparados para el trueque. «Cambiaban papelinas por café; estaban todo el día tomándolo; de hecho la madre de El Huevo lo preparaba de forma excelente y nos lo ofrecía cuando íbamos a interrogarla por algo que sospechábamos que habían hecho sus hijos», afirma. Los excedentes los vendían a los restaurantes, seguramente a los mismos a los que habían robado. «Lo ofrecían barato, porque a ellos no les había costado nada».
Tampoco diseñaban complicados escondrijos para guardar la droga, si bien nunca almacenaban mucha cantidad. «Con mantenerla fuera del alcance de las ratas era suficiente». La ocultaban en falsos techos, en armarios o bombonas de butano. Muchos jóvenes del poblado terminaron en la droga, «lo que veían a diario».
En las inspecciones oculares encontraban de todo. En la chabola de El Chiti guardaban tres escopetas. Tres veces se las requisaron y tres veces hubieron de devolvérselas. «Le encantaba ir a disparar a un terreno que tenía en San Millán de Juarros, con perros y otros animales», explica el actual jefe de Seguridad Ciudadana. También hallaban numerosas cintas de vídeo. «Se pasaban el día viendo películas; el problema era que no eran suyas, las robaban y más de un videoclub, como el de plaza Vega, vio reducidas sus existencias a la mitad», recuerda.
También encontraban dinero, curiosamente en fajos de 7.500 pesetas, y muchas monedas, tiradas por cualquier sitio. «No sabían ni lo que tenían y muchos de los billetes estaban mordidos por las ratas, lo cual demuestra que su afán era acumular, pero, después, ¿en qué lo gastaban?», se pregunta. Los coches «ni siquiera eran de alta gama», eran furgonetas, muchas destartaladas. La delincuencia, por tanto, se convirtió para muchos en una forma de vida, pues ni siquiera su objetivo era enriquecerse. En sus chabolas no había grandes lujos. Guardaban latas de comida, jamón cocido... «Comían cuando les apetecía y nunca se les veía cocinar».
En aquella época empezaron con la mafia de los vigilantes de obras, casi sin quererlo. Igual que ahora, los tajos de la construcción son lugares de fácil acceso donde sustraer herramienta, puntales, azulejos, etc. ¿Qué mejor manera de terminar con los robos que contratar a alguien del poblado para que controlara la obra? El capataz lo hacía, a sabiendas de que no se iba a presentar en toda la noche. Pero era consciente también de que nadie se atrevería a pisar por allí mientras le siguieran pagando.
No todo el mundo en Bakimet se dedicaba a la delincuencia. Convivían allí numerosos clanes -los Barrul, los Escudero, los Borja, los Hernández Hernández, etc-. Y había quien se ganaba la vida honradamente, bien con la chatarra, fabricando objetos de mimbre o con huertas que explotaban en los mercadillos de la ciudad. La Policía Nacional llegó a tener contabilizadas un total de 28 chabolas. Pero el poblado pasó a la historia.