El callejero suele ser más pío que épico. Abundan las mitras y los báculos, los capelos y las birretas. Únicamente tienen su espacio los héroes de siempre, conocidos por todos. En Burgos se produce un caso muy singular. Existe una calle dedicada a Francisco Sarmiento. A un Francisco Sarmiento, clérigo burgalés que fue obispo de Astorga y Jaén. Pero hubo otro, tío del primero, que bien se merecía una plazuela, si acaso una calleja en el recodo de algún barrio, por ser protagonista de una de las gestas militares más memorables de la historia. Una hazaña de la que ahora se cumplen 475 años y que ha sido ensalzada por poetas y comparada con aquella otra, ya legendaria, de los 300 espartanos de las Termópilas que se enfrentaron al todopoderoso ejército del emperador persa Jerjes I. Ahí es nada.
Sucedió en Castelnuovo, hoy Montenegro, localidad asomada al Adriático. Un lugar estratégico para el control del Mediterráneo, más aún para el Imperio Español en aquel año de 1539, que con Carlos V en el trono ambicionaba más posesiones. Sin embargo, al emperador español le salió en el Mare Nostrum un rival fiero y corajudo: Solimán El Magnífico, sultán del Imperio Otomano. No defendía la plaza de Castelnuovo cualquiera: lo hacía el Tercio Viejo de Nápoles, élite militar del imperio español. Los Tercios españoles ya eran tan conocidos como temidos en Europa. Tenían fama de invencibles. Pero Solimán sabía que Carlos V tenía demasiados enemigos y demasiados frentes abiertos, y decidió, en el verano de 1539, asestarle al monarca español una buena puñalada.
El sultán turco se hizo con los servicios de Barbarroja, temible leyenda del Mediterráneo, corsario sin igual, al frente del cual puso una flota por mar de doscientos barcos con 20.000 hombres a bordo y un apoyo por tierra de 30.000 artilleros. Un ejército de pánico para asaltar una fortaleza en la que no había más de 4.000 hombres. La desigualdad de fuerzas era evidente. Parecía coser y cantar para los otomanos. Pero allí, en Castelnuovo, había un Tercio español. Y eso eran palabras mayores.
Al frente de aquel puñado de hombres, un burgalés, descendiente del infante Don Juan Manuel, a su vez hijo del castellano y santo rey Fernando III. Se llamaba Francisco Sarmiento y era el maestre de campo, hombre forjado en las guerras comuneras y en Italia, cuyas posesiones del sur debía defender: de Nápoles a Capri, de Benevento a Caserta. También Castelnuovo, donde se hallaban acantonados aquel 23 de julio en el que la costa se llenó de tantos barcos otomanos que era imposible distinguir la raya del horizonte.
Comenzó el asedio. Y Barbarroja debió tirarse de los cabellos del mentón no pocas veces. Los irreductibles españoles, en escaramuzas nocturnas, dieron muerte a 6.000 turcos en las primeras semanas mientras que las bajas españolas no llegaron a las cien. El corsario turco decidió un asalto a la tremenda, sabedor de la imposibilidad de una derrota; sin embargo, como tampoco quería que los españoles siguieran haciendo una sangría con su ejército, les propuso la rendición.
Sarmiento sabía que no había escapatoria. Sus hombres, aunque fieros, estaban hambrientos y cansados. Habló con sus capitanes. No tuvo que ser una decisión sencilla. Pero la respuesta que obtuvo el emisario otomano fue rotunda: «Vengan cuando quieran», les dijo el burgalés. Ciego de ira cuando conoció la respuesta, Barbarroja pidió la cabeza del burgalés y cargó con todo. Pero volvió a toparse con la leyenda de los tercios españoles: el 5 de agosto había 20.000 otomanos muertos; resistían en la fortaleza mil españoles. Por fin, dos días después consiguieron entrar, haciendo valer la diferencia de fuerzas, batiéndose los españoles a pica, espada y cuchillo. Mataron a todos, Sarmiento incluido. Sólo hicieron prisioneros a los heridos, apenas doscientos. La mitad fueron degollados; el resto, enviados a galeras. La gesta del Tercio Viejo de Nápoles recorrió Europa, causando admiración y temor a partes iguales.El poeta Gutierre de Cetina dedicó a aquellos valientes un soneto inmortal. Se llegaron a hacer hasta cantares de gesta. ¿Cómo es posible que no tenga don Francisco una calle en su ciudad?