Dice que casi no se acuerda de cómo empezó todo porque era muy pequeño pero aún así cuenta con mucho detalle «lo que mi madre siempre llama su calvario» que no fue otra cosa que alcanzar un diagnóstico certero de dislexia y pasar por el duro proceso que supone para las personas afectadas por este trastorno clínico aprender a leer y a escribir con soltura. «Llegué a segundo de Primaria sin saber leer y eso es muy duro porque los niños se ríen aunque en mi caso esto no fue muy grave porque siempre he sido muy abierto, tengo muchos amigos y grandes habilidades sociales. Una vez, mi mejor amigo me insultó, mi madre se disgustó mucho pero yo no, luego me pidió perdón y yo le contesté que me podía llamar tonto pero que yo sabía que no lo era». Es cierto lo que explica Asier Santamaría (Burgos, 1997). El trabajo tan ímprobo que tienen que hacer los niños disléxicos para después obtener unos resultados académicos muy magros es absolutamente frustrante para ellos y para las familias. En su caso, además, fue toda una sorpresa porque cuando crío era muy espabilado, aprendió a hablar muy pronto y enseguida le cogió el gusto a la política «incluso imitaba a Rajoy y a Zapatero». Así que nadie podía esperarse un diagnóstico así.
En 2º de Infantil la maestra citó a Teresa, su madre, para contarle que Asier no aprendía como los demás niños, que no hacía bien las letras, que le costaba mucho escribir, que no se concentraba y que no paraba quieto a pesar de que su inteligencia era normal. Enseguida todo el mundo pensó en un trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH), que tan de moda empezó a ponerse en aquellos años. Pero no. Cambió de colegio y en 3º de Primaria fue diagnosticado: «Lo hizo una amiga de mi madre Esther García Rojo que nos dijo que lo mío era una dislexia de libro y se preguntó cómo es que nadie se había dado cuenta antes».
Esta especialista comenzó a trabajar con Asier, que confundía la b y la v, la q y la g y tenía bastantes problemas con los números, algunos de los cuales le llegan hasta hoy. Pero asume con mucho sentido del humor su circunstancia y cuando se le pide que escriba un 2 en un folio, lo consigue a la segunda entre risas. Tampoco se enfada cuando se le enseña una viñeta humorística en forma de pintada en la que se puede leer ‘Todo me male sal’ (’Todo me sale mal’ supuestamente escrito por un disléxico).
Porque no es este trastorno lo que define a Asier, ahora estudiante de un grado de Comercio y Relaciones Comerciales. Es un tipo agudo, inteligente y muy hábil. Hace poco le salvó la vida a un ciclista que sufrió un accidente gracias a su conocimiento de primeros auxilios y se está preparando para un Ironman (prueba deportiva extremadamente dura que combina ciclismo, natación y atletismo).
Su novia, Ángela, asegura que es brillante y que hace reflexiones muy profundas que dejan a todo el mundo impactado: «Creo que procesa las cosas de forma distinta porque lo que dice siempre es muy rebuscado, muy pensado, muy imaginativo y muy creativo». Tanto, que cuando en clase les piden a él y sus compañeros que diseñen un anuncio para un producto, él en una hora hace diez mientras que al resto le cuesta un mes hacer uno. «En ocasiones pienso que funciono con un sistema operativo distinto al vuestro. Vosotros sois Windows y yo soy Linux, cuyo código fuente se puede retocar. Está claro que los disléxicos vemos el mundo desde un punto de vista distinto al vuestro. A veces creo que esto es un don que me ayuda a pensar las cosas de otra manera. Además, cuando leo nadie me lo nota. Y leo mucho: Tolkien, Harry Potter, Pérez Reverte, historia, filosofía... y lo que mandan en clase, claro».
A pesar de esta visión positiva reconoce los lastres que supone su diagnóstico: que lo que a otro chico le cuesta diez minutos a él le lleva una hora y el «agravio» que él llama a «tirar más del carro que los otros», situaciones más que evidentes en un entorno escolar. Esta es, precisamente, una de las razones por las que la palabra dislexia se ha desterrado de la Dirección Provincial de Educación. La responsable del área de Diversidad Educativa, Raquel Peña, explica que las bases de datos con las que trabajan no admiten a un niño que no esté por lo menos en 2º de Primaria y cuando aparece lo hace con la categoría de ‘retraso de lecto-escritura’. «En parte es para evitar etiquetar a los niños pero también porque no todo lo que se dice que es dislexia lo es y porque cada crío tiene su ritmo. Se trata de una dificultad, que incluso llega a ser incapacidad, para leer y escribir cuando no existe ningún trastorno añadido como discapacidad intelectual, trastorno mental, problemas auditivos, parálisis cerebral, etc».
Peña es partidaria de respetar los tiempos de los niños: «Ahora parece que todos tienen que aprender a leer con 5 ó 6 años y yo, como logopeda, me niego porque hay un proceso de maduración que hay que respetar. ¿O es que si un bebé a los 12 meses no anda le llevamos al fisioterapeuta? Pues yo he tenido en mi despacho a una madre de un niño de 4 años al que le habían dicho que era disléxico. Esto no puede diagnosticarse antes de los 8 años, que es cuando ha finalizado ese periodo de maduración y tiene que haber un desempeño mínimo en lectura y escritura». La prevalencia de este retraso en la lecto-escritura es en Burgos de un 2%, según datos de la Dirección Provincial de Educación que tiene catalogados a 464 alumnos con «dificultades específicas de aprendizaje».
Sin pruebas diagnósticas.
Si en ese momento -finales de 2º o de 3º de Primaria- persisten las dificultades a pesar de la intervención y la estimulación que se haya hecho en el aula ya se puede hablar de dislexia. «A veces son derivados a la Unidad de Psiquiatría Infantil del HUBU para confirmarlo clínicamente pero muchas veces, no», afirma Peña. Y el psicólogo de ese área Xosé-Ramón García Soto, corrobora que son los profesores quienes lo detectan: «Suponemos que es un problema de tipo neurológico aunque no sabemos con claridad en qué consiste y hay una dificultad añadida que consiste en que no tenemos pruebas diagnósticas que permitan detectarlo en una revisión pediátrica».
García Soto añade que se sabe que, aproximadamente, el 50% de niños con una dislexia leve se recuperan con medidas pedagógicas simples, el otro 50% necesita logopedia y de los casos moderados y graves sin atención, más del 33% presentan problemas de comportamiento y fracasan en la escuela. Esto no significa que tenga cura. Porque no la hay: «No hablo de recuperar el 100% sino que la funcionalidad de la lectura y la escritura sean suficientes para conseguir superar las obligaciones escolares y que no suponga una carga tal que dificulte las relaciones con los padres o el comportamiento en el aula, que se puede ver claramente afectado por la frustración de un niño inteligente que ve que, a pesar de su esfuerzo, no llega adonde los otros».
Silvia González es la madre de un niño con dislexia y cuando quiso profundizar sobre el tema se dio cuenta de que solo en León existe una asociación de personas afectadas. Por eso le gustaría crear una en Burgos con familias, chavales y profesionales: «Me gustaría poder reivindicar más sensibilización por parte del profesorado, que tengan mucha más formación y poder conocer estudios sobre el tema para que nos ayuden a ayudarles. Un profesor entrenado lo detectaría temprano, el tratamiento llegaría enseguida y evitaríamos las consecuencias emocionales que vivimos las familias. Quiero, además, que la dislexia esté presente en la sociedad y que se conozca su realidad porque creo que está infradiagnosticada».