El 14 de octubre de 1805 don José Victoriano Gómez cumplía 71 años. Se levantó a los sones acompasados de las campanas de San Lorenzo, San Gil, San Lesmes y San Cosme, tomó una jícara de chocolate para entonarse, visitó a su barbero, que vivía, como él, en la calle Cantarranas La Mayor, y fue con su esposa, doña Vicenta, y su hijo Luis a oír misa a la Catedral. Este médico, que llegó a ser catedrático del Real Colegio de Cirugía de Burgos, incorporó métodos innovadores a su especialidad y se preocupó por la dieta de las personas hospitalizadas, es el protagonista del libro Un cirujano en el Burgos de la Ilustración, de José Manuel López-Gómez, director de la Institución Fernán González, y con el que se inicia la colección El día y sus horas con la que la Confederación Española de Centros de Estudios Locales, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), quiere acercarse a la cotidianidad, las mentalidades, los modos de vida, las normas y las costumbres desde una perspectiva histórica.
A través del ir y venir de don José Victoriano entre ese domingo y el sábado, 20 de octubre, de 1805, López Gómez dibuja, en una pequeña obra de poco más de 80 páginas, un impagable retrato del Burgos del siglo XIX, de imprescindible lectura para quienes tengan curiosidad sobre asuntos, digamos, menores, de la vida de la ciudad y de uno de sus insignes habitantes. Así, aparecen con detalle los menús que surten su mesa, las enfermedades que sufren sus pacientes o las ropas con las que se adorna para salir a las distintas citas que jalonan sus jornadas laborales o festivas.
Incluye, además, un retrato magistral de los burgaleses, absolutamente documentado ya que, don José Victoriano, riojano de origen, tuvo que echar mano, antes de mudarse a Burgos, de una información publicada sobre la villa -que, en aquel tiempo, contaba con 13.000 habitantes- en el Correo General de España, que dirigía Mariano Nifo, considerado el primer periodista español. En aquel ‘reportaje’ se hablaba de las patologías más frecuentes (corrupción de los huesos, anginas, fluxiones de muelas y dientes y tumores flemonosos fríos), de la alimentación y del carácter de los vecinos: «La plebe es humilde y pobre, en que tiene alguna culpa, porque es generalmente desidiosa, inclinada a la libertad y no poco al vino».
Al día siguiente de su aniversario, que celebró con un prodigioso banquete -sopa de menudillos, truchas del Arlanzón, cangrejos en salsa, empanada de ternera con cebolla y pimientos, perdices escabechadas, asado de cordero, natillas, rosquillas de anís, pestiños y bizcochos, todo ello convenientemente regado con vino de La Rioja- y un concierto en su casa con piezas de Boquerini y Haydn, don José Victoriano comienza su semana laboral en el Hospital de Barrantes. El paciente que más le preocupaba era un jornalero de San Pedro de la Fuente al que quince días antes había atropellado una carreta y al que era preciso amputar una pierna. El autor explica con detalle cómo es el material quirúrgico de la época y cómo el médico se documenta perfectamente sobre la técnica a utilizar en su bien nutrida biblioteca.
Realiza, además, visitas a domicilio. Como al prelado don Manuel Cid y Monroy, aquejado de varices «acentuadas por el sobrepeso y las largas ceremonias litúrgicas de pie» y frente a las que el enfermo «hacía poco caso de la dieta recomendada» o a una embarazada de gemelos -a la sazón, esposa de uno de los oficiales de la Real Hacienda- que era estrecha de pelvis y cuyo parto preveía erizado de complicaciones. Y veía pacientes que llegaban de otras ciudades atraídos por su fama: El miércoles, 17 de octubre, operó de una «persistente fístula anal» al comerciante palentino don Joaquín Salcedo, que llevaba dos días alojado en el parador del Consulado.