Cuando, dentro de menos de cien días, el mundo se convierta en un balón de fútbol que tendrá su centro de gravedad en Brasil, los nombres de Iniesta, Ronaldo o Messi sonarán tantas veces que no será necesario recurrir al eco para sentir que se repiten una y otra vez, como una letanía, en todos los sitios y a todas las horas. Puede que, entonces, en un rincón maldito de África, en uno de los corazones de la tinieblas por los que se desangra desde hace décadas ese continente, un hombre humilde sonría y piense para así que no hay nada más puro y hermoso, más verdadero y redentor, que el deporte que salva a quienes lo practican de males tan alejados de los árbitros y los contratos supermillonarios, las televisiones y los periódicos, como la guerra, el hambre o la pobreza.
Ese hombre se llama Honorato Alonso y es un misionero burgalés de 64 años que desde hace más de 30 organiza un mundial a pequeña escala entre jóvenes en Goma, en el este del Congo, la que llaman ciudad del fin del mundo, posiblemente uno de los lugares del globo en el que palabras como violencia y genocidio cobran la dimensión más terrenal y escalofriante, que sobrevive en una permanente crisis humanitaria.Según la ONU, la República Democrática del Congo es el país más pobre del mundo. Honoré, como conocen todos allí a este líder que jamás saldrá en portadas de periódicos deportivos, no se da ninguna importancia.Es feliz.Esta es su vida y sabe que es útil. Que aunque a muchos de esos niños se les pueda quebrar el futuro porque su presente es la nada y están expuestos a todos los peligros imaginables, esa liga deportiva, ese mundial de la esperanza, les hace sonreír, les hace olvidarse del lugar en el que viven y les permite soñar, todo un regalo en un lugar tan hostil, hecho de sangre y de llanto. El corazón de las tinieblas.
Honorato Alonso es profesor de electricidad en el Instituto Técnico Industrial de Goma, adonde acude todas las mañanas en una destartalada bicicleta. Ha formado allí a miles de muchachos que hoy pueden ganarse la vida de forma digna. Pero es por las tardes cuando este misionero burgalés hace lo que más le gusta, lo que le apasiona. Entrena al fútbol y al baloncesto a chavales de entre nueve y catorce años sin oportunidades, a niños de la calle, niños soldado, huérfanos o de familias pobres, en su mayoría refugiados que huyeron de la guerra y del hambre.
Las comunicaciones con esta zona del Congo son precarias, antediluvianas. El teléfono suena cuando quiere. De internet ni hablamos. En la sede de Madrid de Misiones Salesianas contactar con la comunidad de Goma es una empresa difícil.Para este periódico ha sido una odisea escuchar la voz sosegada de Honorato después de muchos intentos fracasados, con la línea telefónica haciendo ruidos que parecían cosa del pasado y que revelan el lugar que es el este del Congo. Una voz que va y viene, que se pierde, que por momentos es un hilo. «Me encuentro bien, ¿qué tal en Burgos, mucho frío?», dice evocando su tierra.Desde que, hace unos meses, el ejército expulsara de la zona a una de las guerrillas rebeldes más sanguinarias, Goma disfruta de cierta tranquilidad, explica el salesiano burgalés como olvidándose de los años de terror que ha padecido, de los bombardeos, de los disparos, de las masacres que han formado parte del paisaje de su vida en este rincón de África.
«El deporte educa en valores», nos dice este misionero para explicar su dedicación diaria. «Ayuda a los chicos a olvidarse de su realidad cotidiana y les enseña a ser solidarios y generosos, a trabajar en equipo, a tener sensaciones que nada tienen que ver con el horror, con la pobreza, con la muerte», apostilla. Honorato es un héroe, aunque él abomine de ese título. Pero es un héroe. Un héroe anónimo, sencillo, discreto cuyo trabajo trasciende. En Goma le conoce todo el mundo. Cuentan que, por la calle, le para la gente para darle las gracias. Hombres a los que él ayudó cuando eran niños.
En sus tres décadas en Goma el burgalés ha vivido de todo, desde el aluvión de millones de refugiados ruandeses que en 1994 huyeron de un genocidio, a invasiones militares y matanzas de guerrillas. Cuenta su amigo el periodista José Carlos Rodríguez que Honorato «ha enterrado a víctimas del cólera en fosas comunes, ha organizado ayudas de emergencias a personas desplazadas y ha acompañado a numerosas víctimas de estos conflictos sin esperar un sueldo de varios ceros ni ninguna otra recompensa».
La redención del deporte
Siempre con su cronómetro en la mano, Honorato se pasa las tardes entrenando, arbitrando y organizando el campeonato en el que participan más de 100 equipos, casi 2.000 niños que para este salesiano tienen en el deporte «un canal para la paz.Es un medio para atraerlos y educarlos en los mejores valores», dice. Tan es así, que la competición hace olvidar las diferencias tribales, una de las razones de la violencia homicida que sangra este rincón del mundo. «Mientras juegan al fútbol se trabaja la reconciliación y se aprende a superar los problemas tribales».
Este Mundial de la Esperanza anual lleva celebrándose en Goma desde el año 1981. Sin apenas medios.En campos de tierra.Con balones paupérrimos.Con camisetas que, en algunos casos, datan de aquel 1981. La más preciada es la de la selecciónespañola.
Todos los niños conocen a las grandes estrellas del planeta fútbol y sueñan con ser como ellos.Algunos de los chicos que han estado a las órdenes de Honorato han triunfado en la liga del Congo e incluso han llegado a jugar en otros países. Los nombres de los equipos que participan en este maravilloso campeonato son bien conocidos: Real Madrid, Barcelona, y muchas de las camisetas con las que juegan son de estos equipos, aunque estén ya bien raídas.
Admiran por encima de todos a la selecciónespañola, a la que animarán durante el Mundial de Brasil, cuando el mundo se detenga y todos los focos se centren en los Iniesta, Ronaldo, Messi y compañía. Nunca se detiene el mundo en Goma, donde un hombre sencillo, un héroe anónimo al que nadie conoce en la aristocracia del fútbol, organiza desde hace más de treinta años un campeonato de fútbol muy especial. Un campeonato en el que siempre hay un mismo vencedor: la esperanza. El único trofeo cierto que se puede ofrecer en la ciudad del fin del mundo.