El 15 de octubre de 1888, Friedrich Nietzsche cumple 44 años. Sostiene entre sus manos una obra recién terminada, Ecce homo, una de sus últimas publicadas y revisadas antes de atravesar el umbral de la cordura. «Ecce homo»; «He aquí el hombre». Son las palabras que pronuncia Poncio Pilato cuando ofrece a Jesús de Nazaret a la muchedumbre antes de la crucifixión.
El autor tiene prisa en llevar el ensayo a la imprenta porque sabe que pronto no podrá volver a escribir nada más. Tres meses después, el 3 de enero de 1889, el filósofo, poeta, músico y filólogo alemán pierde el control de su mente y es internado en un sanatorio.
Desde niño experimentaba turbadoras cefaleas que lo acompañaron durante toda la vida, probablemente a causa de una sífilis heredada que marcaría su destino, y que sumiría sus últimos años en el silencio de una parálisis del alma y del cuerpo.
Jacob Burckhardt, un corresponsal de Nietzsche, recibe en enero de 1889 una misiva donde ve signos evidentes de su pérdida de juicio. Temiéndose lo peor, avisa a un amigo común, Overbeck, profesor de Teología en la Universidad de Basilea, para que lo recoja en Turín. Sus sospechas se confirman.
En el viaje en tren desde Turín a Basilea, tal como relata André Malraux en Antimémoires, mientras atravesaban el largo túnel de San Gotardo, completamente a oscuras y soportando el estruendoso ruido de las ruedas del tren, Nietzsche se pone a cantar en alto su último poema, Venecia. Cuando llegan al destino le ingresan en el sanatorio; después en Jena, hasta que su madre, Franziska, se lo lleva a Naumburgo. Madre e hijo nunca habían tenido una buena relación, sobre todo desde 1882, y debido a Lou Andreas-Salomé, ambos se alejaron considerablemente, una distancia que solo salvarían los cuidados y la inmensa dedicación que prodigó la mujer al enfermo, y que, tal como se lee en las cartas, solo entonces desaparecería, propiciando una reconciliación final mutua.