Medio millón de estadounidenses conocen la existencia de Mozares, pequeño pueblo de poco más de veinte habitantes bañado por el río Trema, a escasos kilómetros de Villarcayo. Es allí donde transcurre una de las novelas «más tremendas en la ficción contemporánea», según aseguró Wilson Follet, editor y crítico literario de renombre cuando el libro vio la luz en 1953. La novela, titulada Fiesta, narra la historia de Ros Varona, un norteamericano que regresa al pueblo en el que había nacido su padre antes de emigrar a Nueva York.El protagonista llega al pueblo justo en el momento en el que sus vecinos preparan la Semana Santa, que incluye una teatralización de la pasión de Cristo.Sucede que la tensa pugna por representar al nazareno, papel codiciado por proporcionar prestigio, desata todas las miserias humanas, todas las rencillas, los oscuros deseos, las envidias y ambiciones, arrastrando consigo a Varona a un trágico desenlace.
Este drama rural fue uno de los grandes éxitos editoriales de su autor, pero no el único. Llegados a este punto, ¿qué escritor norteamericano perteneciente a la mejor generación de narradores que dio nunca ese país elige el pueblecito burgalés de Mozares para situar en él una poderosísima historia? ¿Quién? ¿Por qué? Nada se ha sabido hasta ahora de su autor. Pero gracias a la editorial Hoja de Lata, que acaba de publicar la traducción al español de una de sus novelas, titulada Molinos de viento en Brooklyn, se ha revelado, como una epifanía, su existencia.
Se llamaba Prudencio de Pereda, y aunque neoyorquino de nacimiento, era hijo de un emigrante burgalés natural de Mozares. Los escasos datos que se conocen de su fascinante biografía le sitúan en algunos de los escenarios y con algunos de los personajes más importantes de la literatura universal contemporánea: fue discípulo, amigo y colaborador de Ernest Hemingway; asimismo, conoció, trató y hasta compartió antologías de narraciones con escritores como DosPassos, John Steinbeck, William Faulkner o Truman Capote, entre otros. Casi nada.
Nacido en 1912, Prudencio se crio en el ghetto hispano de Brooklyn, distrito de Nueva York, marcado por su carácter mestizo: italianos, irlandeses, griegos, eslavos convivían con sus zonas bien delimitadas. En aquella Babel que se asomaba al Hudson y que conectaba el barrio con Manhattan a través de su icónico puente colgante, el hijo de un emigrante burgalés supo adaptarse mejor que sus progenitores a aquella tierra de promisión. «Cuando era pequeño pensaba que la nacionalidad de una persona determinaba su trabajo. Nosotros éramos españoles, y mi padre, mi abuelo y mis tíos se dedicaban al negocio de los puros», escribe Prudencio de Pereda en Molinos de viento en Brooklin, obra protagonizada por dos personajes centrales, aquellos que ejercieron de maestros de vida del joven narrador: el abuelo y Agapito. Ambos son teverianos -vendedores ambulantes de habanos-, aunque muy distintos el uno del otro. El abuelo es el perfecto caballero de tintes quijotescos, que enseña al muchacho lo que es la dignidad, mientras que Agapito es el pícaro embaucador y teveriano de éxito que le transmite al muchacho la poderosa alegría de vivir. Las correrías del trío junto a la galería de personajes que desfilan por esta historia hablan de un microcismos que ya no existe y que eran realmente ajeno al sueño americano.
Prudencio de Pereda se graduó en el City College de Nueva York, y ya desde su mocedad mostró inclinación por la literatura y la escritura.Devoraba a los autores del momento, aunque sentía predilección por Ernest Hemingway. En 1936 publicó su primer relato. Fue aquel un año capital para el joven de ascendencia burgalesa: gracias a los ambientes literarios que frecuentaba en Nueva York conoció a su admirado maestro, quien, sabedor de su origen español y recién empezada la contienda civil que desangraría a la vieja piel de toro, le invitó a colaborar con él. Y estrechamente: Prudencio de Pereda escribió con el autor de Adiós a la armas el guión de dos documentales: España en llamas (Spain in Flames) y Tierra de España (The Spanish Earth), favorables a la causa republicana. Y si su relación no fue más estrecha quizás se debió a que el aspirante a escritor no siguió la recomendación del pope de las letras norteamericanas: «Debes ir a España ahora. Si no te matan, seguro que consigues un material estupendo. Y si te matan habrá sido por una buena causa».
De Pereda no hizo caso a su maestro y no viajó a aquel polvorín que era España. Su primera visita a la tierra de sus padres se había producido en 1933. En los siguientes años, publicó casi medio centenar de relatos en revistas de la época, algunos de los cuales fueron premiados.Uno de ellos, titulado ‘The Spaniard’, vio la luz en la afamada revista Story y posteriormente fue incluido en la antología O. Henry Memorial Award. El escritor y crítico literario Jorge Ordaz recoge en el epílogo de la edición de Molinos de viento en Brooklyn que en aquella antología De Pereda confesaba que quería convertirse «en un gran escritor, no en un buen escritor» y hacerlo «sobre la gente humilde, sin importancia, personas que nunca tienen suerte y están tranquilas y pasan por un infierno solos, incluso si viven en una gran ciudad. Personas que tienen sueños; sus sueños nunca se cumplen y luego mueren. Todo el mundo dice ¡qué gente tan rara, tan tranquila! Nunca tuvieron grandes deseos; ¡pero sí los tuvieron!».
Durante la II Guerra Mundial, señala Ordaz, Prudencio de Pereda sirvió en el Ejército, en la Oficina de Censura, como traductor de cartas en español. «Terminada la guerra, trabaja en diversos oficios: publicitario, intérprete, bibliotecario. Continúa escribiendo relatos cortos y traduce al inglés Los gauchos judíos, del escritor ruso-argentino Alberto Gerchunoff. Y, por primera vez, se atreve también con la novela». Publicada en 1948, Todas las chicas que amamos es una novela coral que «se nutre en gran parte de sus experiencias como soldado en tiempo de guerra. En realidad se trata de una serie de narraciones relacionadas entre sí cuyo hilo conductor es Al Figueira, un soldado de primera que sirve de confidente a sus compañeros de permiso en Nueva York». Tuvo una excepcional acogida por parte de crítica y público. En 1953 publicó la citada Fiesta, que se desarrolla en Mozares. Y en 1960, Molinos de viento en Brooklyn, su obra más autobiográfica. No volvió a publicar. Se retiró a Sunbury, Pensilvania, donde murió en 1973.