Se acerca la Nochebuena, día familiar y de gran tradición, pero también día literario como vamos a ver en un pasaje de Pío Baroja (1872-1956). En su libro Con la pluma y con el sable, del que pronto se cumplirá el centenario ya que fue finalizado en enero de 1915, se recoge un capítulo ambientado en Nochebuena en el Monasterio ribereño de Santa María de la Vid.
El capítulo se titula precisamente Nochebuena en la Vid. Lo debemos situar durante el Trienio Liberal, entre 1820 y 1823, cuando Eugenio de Aviraneta, el protagonista de la saga barojiana Memorias de un hombre de acción, es nombrado regidor de Aranda de Duero. Según la novela de Baroja, a principios de invierno, Aviraneta había recibido orden del Ministerio de Hacienda para que pasara al próximo convento de La Vid a hacer el inventario de las propiedades monacales.
Este monasterio, perteneciente hasta entonces a los premonstratenses y hoy en manos de los agustinos, había sido incluido dentro de los bienes eclesiásticos a desamortizar. Se hace acompañar por su lugarteniente, un arandino al que apodan el Lobo y que había sido antiguo soldado del Empecinado. Según la novela se distinguía como hombre fanático y violento, y tenía una posada en la calle del Aceite de Aranda, donde también trabajaba como herrador. Además también le acompañan Jazmín, el Lebrel (de Vadocondes), Diamante y cuatro milicianos de Aranda, todos ellos antiguos combatientes con el Empecinado durante la lucha contra los franceses. Baroja comienza a narrarnos esa jornada navideña de la siguiente manera:
«El día de Nochebuena Aviraneta y sus compañeros lo pasaron espléndidamente en el convento. Se comió bien, se cenó bien, se bebió un vino ribereño excelente, y después de cenar y de cerrar las puertas con cuidado, se quedaron todos delante de la chimenea del archivo, al amor de la lumbre. Habían llevado los sillones más cómodos del convento y los tenían colocados alrededor de la chimenea, formando un semicírculo. El Lobo y su gente amontonaron leña de roble y de encina, y en un rincón grandes brazados de jara, de retama y de sarmientos. Tenían allí provisiones de combustible para toda la velada. Diamante, como oficial, pensaba no debía descender a ciertas cosas, y no se ocupaba de detalles vulgares. Aquella noche hacía mucho viento. Sus ráfagas impetuosas parecían frotar con violencia las paredes del monasterio. El aire silbaba y entraba por la chimenea y hacía salir el humo como una gruesa nube redondeada que rebasaba el borde de la campana y se metía en el cuarto. Una constelación de pavesas flotaba en el aire, y unas caían a las piedras del hogar y otras subían rápidamente en el humo. Se oía el murmullo del río, que parecía cantar una canción monótona; sonaba el tictac de un reloj de pared, y a intervalos, solemnemente, llegaban con estruendo las campanadas del reloj de la torre, que daba las horas, las medias horas, y los cuartos. Aviraneta, hundido en su sillón, miraba las vigas grandes azules del techo, que se curvaban en medio, y el escudo, que adornaba la chimenea. Este escudo era del cardenal don Iñigo López de Mendoza, arzobispo de Burgos y abad comendador del convento de Premonstratenses de la Vid. En el silencio se oían las ratas que corrían por los armarios royendo las maderas y los pergaminos».
Baroja evidentemente está escribiendo una novela y, aunque describe con precisión el monasterio que bien conoce, se toma alguna licencia literaria como aludir a una chimenea con un escudo cardenalicio. En la sala rectoral se conserva una chimenea francesa de 1609, año en que concluyen las obras de la zona del mediodía, pero no hay ningún escudo. Junto a estas líneas reproducimos un escudo del cardenal López de Mendoza que se encuentra en el lateral norte del interior de la capilla mayor.
Pío Baroja continúa narrando que, tras cenar, Aviraneta sugirió tener una velada en la que cada uno contase la mejor y la peor Nochebuena que habían tenido a lo largo de su vida. Van surgiendo los recuerdos de la reciente Guerra de la Independencia y la actividad de las guerrillas. Se mezclaba el sentimiento de lo trágico pero también la pasión por lo heroico. Aviraneta, al oír narrar una Nochebuena en la que incluso había habido un ataque de lobos hambrientos entre la nieve exclama: «Fue una Nochebuena superior ésa». Se continúa narrando que «estaban ya otra vez los hombres adormilados; se comenzaron a echar en sus camas de paja uno tras otro, cuando se oyó un aldabonazo en la puerta. El Lebrel, que estaba de guardia, se asomó a la ventana».
EL CURA MERINO
A altas horas de la madrugada un hombre viene preguntando por Aviraneta, de parte de González de Navas, el juez de Arauzo. Entonces se continúa contando que «Aviraneta, acompañado del Lebrel y de Jazmín y alumbrando el camino con una linterna bajó al portal. Los demás se levantaron y tomaron sus fusiles. Aviraneta abrió el postigo e hizo entrar al hombre que por él preguntaba. Luego cerró, dejó el farol en un poyo de piedra, tomó la carta y la leyó. Decía así: "Estimado Aviraneta: Sé que hay varios hombres bien portados y montados de noche y de día en los alrededores de la Vid que le esperan a usted para matarle. Uno de ellos parece que es el cura Merino, el otro el cura de Valdanzo. Los demás son dos o tres absolutistas de Vadocondes y algunos colonos de la Vid. No salga usted solo, sobre todo de noche. -González de Navas». Tras leer la nota Aviraneta pregunta al legado del juez de Arauzo por lo que va a hacer y, cuando le dice que piensa volver al pueblo, le dice: «Entonces quédese usted aquí. Estará usted más seguro, porque hay gente acechando en el campo y le pueden confundir a usted con uno de nosotros».
A partir de ese momento empiezan a planificar lo necesario para combatir un posible ataque del cura Merino, cabecilla absolutista en aquel momento. Paradójicamente Eugenio de Aviraneta y el cura Merino eran viejos conocidos por haber combatido juntos durante la Guerra de la Independencia, ahora están enfrentados por ser el primero liberal y el segundo absolutista.