Apartadas en los márgenes

ANGÉLICA GONZÁLEZ
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La periodista de Onda Cero Mado Martínez publica 'Putas, brujas y locas', donde hace un repaso a las historias de varias mujeres que desafiaron los convencionalismos, entre las que se encuentran Eugenia Martínez Vallejo, nacida en las Merindades

Eugenia Martínez Vallejo, pintada por Juan Carreño. - Foto: Museo del Prado

Se acaba de conocer. En 1974, no hace ni 50 años, el 40% de las internas de un psiquiátrico de Valencia no padecían ninguna enfermedad mental sino que estaban allí por cuestiones relacionadas con su sexo y con el estrecho corsé con que el género viste a las mujeres y que les obliga (incluso ahora en algunas latitudes) a ser esposas, madres, amas de casa... incluso en contra de su voluntad. Lo cuenta la psiquiatra María Huertas en una serie de relatos donde recopila varias historias de estas víctimas para devolverles algo la dignidad y es un ejemplo de cómo a lo largo de la historia las mujeres que no se han adecuado a lo que se esperaba de ellas se han quedado en los márgenes. Han sido las putas, las brujas, las locas.

Este es el título, precisamente, del libro que acaba de publicar Mado Martínez, periodista, escritora y miembro del equipo del programa de radio La rosa de los vientos, de Onda Cero, que quiere sacar del olvido de la historia a mujeres que hicieron grandes hazañas, que entonces eran propias de los hombres, y a otras que solo sufrieron por causa de su condición. Es el caso de la burgalesa Eugenia Martínez Vallejo, a la que denomina ‘el juguete de Carlos II’.

En pleno siglo XVII nació en Bárcena de Pienza, al norte de la provincia de Burgos, una niña hermosa, grande y rolliza, lo que entonces se consideraba un signo de buena salud. Aquella criatura parecía que había llegado al mundo con los mejores augurios pues su madre rompió aguas en misa y allí mismo la parió. Crecía Eugenia a una velocidad impresionante y cuentan que antes de cumplir un año ya pesaba 25 kilos. 

Pronto empezaron a verse algunas anomalías. Aquella niña era una ‘giganta’ que con 6 años se había puesto en 75 kilos. Al médico del pueblo solo se le ocurrió ponerle a dieta pero nada se consiguió con ello porque Eugenia padecía -ahora se sabe- una enfermedad poco frecuente denominada Prader-Willi, que se caracteriza, entre otras cosas,  por el aumento de peso, una discapacidad intelectual leve y problemas de aprendizaje.

El pueblo, siempre tan empático, motejó a aquella criatura como ‘la monstrua’ y enseguida se extendió la especie de su presencia en aquella localidad burgalesa. La noticia llegó hasta la corte de Carlos II El Hechizado a quien, como recuerda Mado Martínez, le gustaba rodearse de una «nutrida representación de la llamada ‘gente de placer’», bufones, locos, enanos... Eugenia llegó a formar parte de esa especie de parada de los monstruos para regocijo de la monarquía.

Recoge la periodista en su libro  la descripción del físico la niña por el cronista Juan Cabezas: «Es blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene con mucha grandeza. La cabeza, rostro y cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria pero el grueso y buque, como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale al de la mayor mujer del mundo cuando se halla en días de parir. Los muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunde y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzante...».  

Nada se conoce de cómo fue la vida de Eugenia en palacio. «Solo se puede divagar (...) lo que sí sabemos es que el destino de los niños deformes era, siempre, el de ser exhibidos y limosneados como monstruos y maravillas». Ella, a la que ha denominado Martínez ‘la monstrua de Avilés’ porque en esa ciudad hay desde 1997 una estatua inspirada en los cuadros que de la niña realizó el pintor de cámara Juan Carreño y que tituló La monstrua vestida y La monstrua desnuda, tuvo suerte porque acabó instalada en la corte. «El resto vivía marginado, encerrado en la cuadra, relegado a dormir con las vacas o exhibido de feria en feria. Los monstruos estaban muy cotizados y con ellos se podía sacar una buena renta».

En otro de los capítulos de Putas, brujas y locas (Editorial Algaida) aparece el inquisidor burgalés Alonso de Salazar y Frías que, aunque tarde, puso un poco de cordura ante la espeluznante deriva que había adquirido la caza de brujas en el siglo XVII. A la localidad navarra de Zugarramurdi fue enviado por el arzobispo de Toledo a estudiar qué estaba pasando, pues la creencia en las brujas y las delaciones de unos vecinos a otros terminó en la hoguera con muchas personas.

Desde el principio, Salazar puso en duda la credibilidad de las confesiones, que se conseguían tras innumerables tormentos, pero poco pudo hacer, como explica  Martínez «salvo tratar de guardar el tipo y no acabar él mismo también con sus huesos en la hoguera».

Tras aquel proceso, Alonso de Salazar no se quedó tranquilo, empezó otro buscando pruebas de la existencia de las brujas y, lógicamente, no halló ninguna. Escribió un informe de 11.000 páginas con el que consiguió que se indultara a muchas personas sobre las que aún recaían penas de muerte: «El trabajo de Salazar consiguió corregir la tendencia en pro de una corriente racional, un verdadero punto de inflexión que desembocó en una notable disminución de procesos contra brujas, así como en una inédita voluntad de castigo a los falsos acusadores», afirma la autora.

En el libro de Mado Martínez se  reflejan, además, las historias de la primera cirujana de la historia de España, Elena de Céspedes, que tuvo que vestir de hombre para cumplir su objetivo de dedicarse a la medicina y casarse con una mujer; de la  monja alférez, Catalina de Erauso, o de las prostitutas del burdel que era la ciudad de Valencia entre los siglos XIV y XVII, donde, al igual que lo que ocurre, por desgracia, en la actualidad, «prácticamente eran esclavas, pues no tenían libertad de movimiento». <