* Este artículo se publicó en la edición impresa de Diario de Burgos el 8 de junio de 2020
No se ha escapado de ningún frenopático, como sí hiciera Makoki, su más genuina y famosa creación, pero se diría que Juanito Mediavilla está permanentemente huyendo. O quizás sólo lo intente: de sí mismo y de algunos fantasmas del pasado que regresan a su cabeza recurrentemente, como pájaros de mal agüero. No pierde por ello la sonrisa ni el humor este dibujante nacido a finales de 1950 en la calle Salas de la capital de burgalesa, cuando los diciembres eran de verdad "y hacía un frío de cojones". Fue la suya una infancia feliz, llena de recuerdos que se mueven entre la evocación nostálgica del paraíso perdido -los juegos a deslizarse sobre la nieve helada, las famosas potras que llamaban los chavales que hacían el kamikaze- a estampas algo más ominosas que están relacionadas con el paso del dictador vestido de almirante camino del Palacio de la Isla por un Espolón atestado de fieles que lo jaleaban ¡Franco, Franco, Franco!
"Voy a cumplir 70 años. A veces me digo: ¿pero qué ha pasado aquí? ¿cómo ha podido suceder esto? Pues ya ves. Si uno se empeña y le pone un poco de ganas... Creo que he tenido algo de suerte para llegar, porque realmente pienso que es difícil sobrevivir". Cada época del año tenía sus juegos, recuerda Mediavilla, pero fuera lo que fuera en lo que matara el tiempo siempre había algo que nunca dejaba de hacer: leer tebeos y estampar en los márgenes de estos sus primeros dibujos. Eran los años "de la ayuda del pueblo americano, que nos daba leche en polvo y queso", pero él -que siempre fue un niño enfermizo- prefería alimentarse de cuantos tebeos caían en sus manos: Hazañas Bélicas, El Capitán Trueno o los Superhéroes de Marvel en versión argentina. "Como no había televisión, los chavales devorábamos los cómics. Yo recuerdo que tenía una de aquellas latas grandes de membrillo donde los guardaba y salía con ella para hacer intercambio con los amigos".
Tuvo Juanito Mediavilla su particular epifanía: un buen día topó con un suplemento de la revista Cuadernos para el Diálogo que incluía un artículo titulado ‘El maravilloso mundo de la historieta’ y traía una página de El Teniente Blueberry [exitosa serie francesa de historietas ambientadas en el Oeste que se publicaba en la revista Pilote, la misma en la que aparecían también las historias de Astérix y Obélix, Lucky Luke...]. Y quedó fascinado. Ni que decir tiene cuando, en una de aquellas jornadas familiares de playa en Laredo, pudo adquirir en un quiosco un ejemplar de Pilote. "¡Buaaaa! Aquello era otra cosa. ¡A todo color! Era una cosa increíble. La industria del cómic en Francia siempre fue impresionante, no como en España. Recuerdo que me pasé el día entero leyendo en la playa, a pleno sol".
Ya con el veneno del dibujo y la historieta en la sangre, Mediavilla siguió formándose e hizo delineación industrial. Y tuvo suerte, porque nada más concluir los estudios encontró trabajo en la Plastimetal. Pero él ya soñaba en viñetas. Y escuchaba cantos de sirena de ese lugar que, en los setenta, era la cuna del cómic, la sede de Bruguera, la vanguardia de la historieta española, el reino de esos tipos geniales llamados Vázquez e Ibáñez: Barcelona. Y eso que Burgos le gustaba: tenía una cuadrilla maja con la que compartía pasiones y descubrimientos. "Hubo una eclosión de gente creativa, muy interesante". Recuerda haber estado muchas veces con Diego A. Manrique, el gran crítico musical de este país, charlando de música y de historietas como las que aparecían en el fanzine Cosa Nostra impulsado por el periodista burgalés. "Me enseñaba cosas que traía de yankilandia... Una gozada".
Celebraban tertulias que acababan de madrugada, en el último mesón de Fernán González. "A mí me gustaba zanganear con unos y con otros. Éramos una panda muy curiosa y yo andaba con todos. Y eso que algunos ya estaban metidos en el ‘caballo’, pero era gente muy interesante: sabían de música, de arte, de política". Así las cosas, le llegó el momento de la mili. Fue a tallarse al Gobierno Militar en pleno ‘Proceso de Burgos’. "Recuerdo los tanques por la calle Vitoria...". Se libró. Así que a los 21 años dijo que se largaba. Que él quería probar. Y probó. Barcelona era el copón de la baraja. "Era una ciudad maravillosa, no como ahora, que parece un parque temático. Aquella Barcelona que conocí en los 70 era una gozada. Me gustó tanto que me quedé a vivir treinta años allí. Era fantástica, auténtica. Las Ramblas, el Raval, la Boquería, donde sabía a qué hora entraba pero no a la que salía para irme a casa... Creo que tener veintiún años te hace ver la vida de otra manera. Es la mejor época. Estás potente para todo".
la ciudad de los prodigios. No fue fácil al principio, pese a hallarse en la ‘ciudad de los prodigios’. Las pasó canutas para sobrevivir. Pero poco a poco fue haciéndose un hueco a la vez que iba descubriendo el amor y sus placeres casi cada día, cada noche "aunque yo nunca he tenido la libido muy para allá", apostilla sonriendo mientras cuenta que muchos fines de semana pasaba la frontera para ir al cine a Perpignan, donde vio, entre otras, la mítica El último tango en París. Juanito se dejaba caer a veces por la sede de la revista Mata Ratos y dejaba un dibujito por aquí, otro por allá. Allí había gente muy grande: Ivá, Perich... Auténticas leyendas de la historieta. Llegó incluso a meter los resultados y las clasificaciones de fútbol para el semanario satírico Papus donde, casi nada, había gente como Manuel Vázquez Montalbán, "que era un tipo estupendo".
Todo cambió el día en el que Mediavilla y Miguel Gallardo, otro talento increíble, a partir de una primera creación de Felipe Borrallo, dieron vida a un personaje del lumpen más oscuro, un outsider delirante y procedente de los más bajos fondos llamado Makoki. Su casco con electrodos y la basca de la que se acompañó en adelante para sus aventuras -el Emo, Morgan, Niñato, Cuco- cuajaron. Y de qué manera. Primero en la revista Disco Exprés; luego en otras: Star, Bésame mucho, El Vívora. Triunfaron. El éxito de Makoki fue tremendo. Histórico. "Nos fue muy bien, aunque viviéramos al día. Lo nuestro siempre fueron habas contadas. Tuvimos muchos lectores, pero no nos forramos. Y eso que rompimos el techo, tiradas de hasta 30.000 ejemplares, que eso en España era la hostia. Nos invitaban aquí y allá, teníamos muchos fans. Makoki tuvo éxito porque retrató una época y la vida de una pandilla".
Mediavilla era fino con el trazo, pero no menos con los textos. Su oído para la calle es comparable al de Azcona en el cine. El añorado dibujante y escritor Carlos Gómez, Zurdo, se refirió así en cierta ocasión a la aportación esencial de Mediavilla para Makoki: "La auténtica personalidad, el alma podrida y agujereada de Makoki, emana de unos diálogos que son como la puta vida, una vida que supura carajillos, botellas de Four Roses y papelinas de perico, y que Mediavilla arranca en sus incursiones por la marginalidad y los excesos que proliferaron entre los callejones más siniestros de la Transición y las plazas más alucinógenas de la democracia".
"La mitad de lo que vivía, la mitad de lo que contaba y la mitad de lo que imaginaba salía de lo que salía", apunta. Mediavilla fue feliz, por más que también él terminara descendiendo a los infiernos de la droga al galope -"bobo, que he sido más bobo que la hostia. La vida puede ser perra y mucho más real de lo que se ve en una historieta. No llegué a tocar fondo, pero estuve en los oscuro, llevándome las hostias que me correspondían y las que no. Fui bobo, pero a la vez tuve la suerte del bobo, del pardillo, porque no me quedé en el camino como muchos amigos, muchos, muchos... Aún me duele la pérdida de tantos de ellos. Es un rollo muy chungo que se paga con la vida". Asomó la cabeza, aunque no llevara casco y electrodos como su Makoki. Y siguió a lo suyo, aunque no volvió a ser el mismo. "Fueron años duros, me hace daño recordarlos. Y llega un momento en que incluso tu gente más cercana te acaba marginando. No te absuelven. Al contrario, te hacen sentirte menos, nadie vuelve a confiar a en ti. Y yo no soy ni de batallar, ni de torcer la realidad a mi favor".
A finales de los 80 y primeros 90 trabajó con Javier Mariscal para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. "Yo mismo me puse el sueldo". Ganó un dineral. "Por ahí guardo una foto en la que se me ve tirando todos los billetes a lo alto". Se pegó unos viajes del carajo, como aquel que hizo a Formentera en barco con Mariscal y todos los currelas del estudio. Buenos tiempos. Pero ya anticipaban el principio del fin.
Aunque se volvió a Burgos a comienzos de los 2000, echa de menos Barcelona. "Pero no la Barcelona de ahora, sino la que yo conocí en los 70 y los 80". Tiene muchos recuerdos Juanito Mediavilla. Muchos fantasmas también. Hace unos años le dio un ictus, por fortuna leve, pero que le ha dejado alguna secuela y anda con la vista un poco estropeada. Con todo, sigue dibujando y pintando. "Ya no me aguanto a mí mismo. Lo peor que llevo de mí mismo es ser consciente de la cantidad de tiempo que me he hecho perder. Con lo que podía haber dado yo de sí... He sido el más bobo de todos. Podía haber llegado más lejos. He sido mi propio enemigo. Si tuviese una buena goma de borrar de esas de Milan, borraría muchas cosas y a mucha gente", reflexiona.
Pero no se queja: "Intento no tener disgustos. Voy y vengo tranquilo, a lo mío. Procuro hacer con la mejor predisposición mis cosas. Procuro ser bueno conmigo mismo y con los demás". Si pudiera decirle algo al Juanito Mediavilla de los mejores años no sería una palabra: "sacaría a escobazos a todos los que venían a mi casa con el tema. Historias duras, guarras. Gentuza".
Piensa a menudo en Makoki, aunque ya no lo dibuje (lo ha hecho, excepcionalmente, para posar junto a él en la imagen que domina estas páginas). "A veces leo alguna historia suya, me gusta y pienso: si al menos Gallardo hubiese querido seguir con él... Con lo que llegamos a conseguir juntos con Makoki... Lo que me queda, lo que estimo y aprecio, es la amistad. Conservo amigos estupendos que para mí son fundamentales". Pensando en ellos se queda Juanito Mediavilla mientras garabatea sobre una cartulina unos trazos rápidos que, al instante, cobran vida: Makoki se está fumando un mai mientras le mira frunciendo el ceño. No se dicen nada. Se lo han dicho todo ya. Viejos, eternos amigos.