La huida fue ruidosa. Y quiso ser lo más destructiva posible. Arrasar con todo. Dejar huella en forma de horror y fuego y ruina. Lo consiguieron los franceses, que también pagaron un alto precio. Pero la voladura del Castillo de Burgos en junio de 1813 no sólo redujo a escombros la vieja barbacana castellana: repercutió en la ciudad, en casas y templos, y la Catedral no salió indemne. Ahora, más de doscientos años después de este ominoso episodio, las vidrieras de la seo que se vieron afectadas por la explosión de la fortaleza se van a recuperar. Porque sufrieron de lo lindo, como recogen las crónicas de la época. "Estaba anunciada la salida de los franceses para la una; mas poco de haberse pregonado el bando, se oyó un ruido espantoso en toda la población, como desgajándose el cerro viniese sobre ella. El pánico y el terror se apoderaron de los burgaleses que, cuando quisieron darse cuenta del suceso, vieron el sitio donde se elevaba el formidable alcázar ocupado por un montón de escombros rojizos y humeantes y los edificios que le cercaban completamente destruidos con grandes desperfectos", narró Eduardo Oliver-Copons.
En la descripción de esas horas de fuego, hace hincapié en los daños provocados en la primera joya del gótico español: "La Catedral (...) sintió los tristes efectos de la voladura del Castillo, rompiéndose en mil pedazos sus mágicas vidrieras, hechas con rara perfección en el siglo XV por los alarifes Nicolás y Alberto de Holanda, Juan de Santillana y Juan de Valdivielso, que tanto elevaron este arte en España y sobre todo en Burgos. Por os escasos restos que de ellas se conservan en la capilla del Condestable y en un lado del crucero, compréndese el extraordinario mérito de aquellas soberbias pinturas de correcto dibujo y vivacidad de color que, al ser atravesadas por el sol, proyectan sobre los sombríos tonos de la piedra obscurecida por los años, en las losas y en los sepulcros, cambiantes do múltiples matices y rayos de irisada luz en cuyos impalpables átomos parece que vemos flotar las sombras de aquellos esclarecidos artistas, cuya fantasía y poético misticismo las produjeran".
El cronista apuntaba asimismo que la "primorosa y elegante crestería de las aéreas torres y las esbeltas agujas experimentaron considerable deterioro, que alcanzó también la bellísima barandilla que remata la linterna y que es encanto de los ojos y admiración do los inteligentes". Las iglesias de San Esteban y de La Blanca (esta especialmente) también sufrieron la salvaje explosión, así como buena parte del casería del barrio alto de la ciudad, y aun más allá. La publicación Gazeta Extraordinaria de Madrid, en su número del 18 de junio de 1813, recoge que los franceses emplearon 1.200 bombas cuya explosión llegó a escucharse en 13 leguas, si bien no hubo que lamentar ninguna pérdida humana entre la población burgalesa, otro verdadero milagro. No sucedió así con los que habían ocupado la fortaleza que pretendieron destruir, ya que hubo numerosas bajas entre las tropas napoleónicas.
"Granizos de bombas". Hace unos años, el investigador Miguel Ángel García adquirió, en una librería de viejo en Francia, varias cartas firmadas por un gendarme francés que había estado presente en la voladura del Castillo y que escribió una vez llegó a Vitoria. El soldado escribió a su amada contándole con detalle sus andanzas en una nueva carta, lo que permite hacerse una idea cabal de cómo se vivió este episodio desde el lado francés. Con letra estilizada y elegante, el militar napoleónico describió la terrible salida de Burgos de las tropas acantonadas en aquella fortaleza, que había resistido tan bien al asedio, como ya había anticipado el emperador tras su visita a Burgos unos años antes.
"Antes de dejar Burgos nos ocupamos de volar el fuerte que habíamos arruinado anteriormente. Esta medida extrema ha costado más de un bravo a la Francia". Según la misma misiva, el relato del gendarme da algunas claves de lo ocurrido, como por ejemplo que los franceses se confiaron demasiado al colocar toda la carga explosiva. "Confiando demasiado en los medios empleados por los artilleros e ingenieros, muchos militares estaban agrupados en el momento de la explosión, que provocó una detonación horrorosa".
El testimonio escrito del soldado desvela lo que la ciudad de Burgos vivió a aquella hora incierta del alba: "La explosión envió un granizo de pedazos de bomba y de obuses sobre todos los barrios de la ciudad", y ya anota con intuición que muy posiblemente la población burgalesa (no así su caserío) no debió de sufrir víctimas, al contrario de lo que les sucedió a ellos: "Esta desgracia no alcanzó a españoles porque todavía estaban en la cama. La evaluación de las pérdidas: más de 150 muertos o heridos". La misiva demuestra también el cansancio y la incertidumbre que los franceses padecían a esas alturas, sabiéndose perdidos y condenados a salir de un país que habían ocupado durante años. Cuenta el gendarme que pocos días después partiría "toda la legión" a Bayona para servir de escolta a Renovales, "general de los insurrectos españoles", confiándose a su amada sus dudas e inquietudes con una sola frase: "Ignoro mi suerte futura". Apunta en la epístola también que el Rey era esperado en Vitoria, donde ya estaba buena parte de su Corte, y que "los ejércitos de la vanguardia preparan la retirada y deben apoderarse del terreno que ocupan. Pienso que podrían destinarme al Ejército del Norte que se acantona en Navarra", concluyendo que, aunque bien de salud, se encontraba "cansado, muy cansado...".