De repente, con 23 años y un bebé de tres meses, un día tocan al timbre, abres la puerta y notas como tu vida vuela en mil pedazos. Eso le sucedió a Victoria Azkúe cuando le comunicaron que ETA había cometido un atentado y su marido, el guardia civil Esteban Sáez Gómez, estaba herido. Viajó a toda velocidad desde Hernani, donde vivían, hasta la clínica de San Cosme en Tolosa donde le ingresaron hospital militar estaba ingresado. En ese trayecto no paraba de pensar en cuál podía ser el alcance de sus heridas. Los compañeros que se encargaron de informarla de los hechos habían sido parcos en palabras y al llegar descubrió la verdad. «Me encontré con él en coma. Había perdido masa encefálica y tenía paralizado todo el lado derecho». Moriría seis días después.
Carmen Gómez, ella con 20 años, ni siquiera tuvo la suerte de que fueran los compañeros de su marido, el agente Alfredo Díez Marcos, los que le informaran de su asesinato. Se enteró por la radio. «Escuché que había habido un atentado con cinco muertos y un herido en Ispáster y sabía que él había ido allí a un servicio. Para el siguiente boletín ya habían fallecido todos». Una hora después llegaron para contarla lo ocurrido, dejó a su hijo de nueve meses con una vecina y se fue de Ondárroa a Bilbao, donde se cruzó en la puerta del hospital con los cadáveres. «Ni siquiera pude entrar yo a reconocerlo. Me aconsejaron que no lo hiciera por el estado en el que había quedado el cuerpo», recuerda.
Victoria y Carmen no se conocían entonces. El primer atentado ocurrió en enero de 1979 y el segundo en febrero de 1980. En aquella época, los años de plomo, los atentados mortales se sucedían casi a diario y solo entre 1978 y 1980 la banda terroristas cometió cerca de un tercio de todos sus asesinatos. Ellas entablaron relación en Salamanca, ciudad en la que decidieron refugiarse para tratar de olvidar lo ocurrido. Para recomponerse de un pasado que todavía les produce mucho dolor y que hace que las lágrimas asomen con frecuencia.
Victoria Azkúe Gallardo (drcha.), viuda de Esteban Sáez Gómez y Carmen Gómez Garrido, viuda de Alfredo Díez Marcos, muestran los retratos de sus maridos. - Foto: David ArranzMiedo a hablar de ello
Se conocieron en la Asociación de Víctimas del Terrorismo y hoy han decidido romper su silencio. Lo hacen, todavía con cierto miedo, con el único objetivo de preservar la memoria de sus maridos y de que las nuevas generaciones conozcan lo ocurrido. Y quieren hacerlo juntas porque todavía sienten cerca el desamparo. «Que se sepa que ha habido una banda de asesinos que lo mismo pegaban un tiro en la nuca que atentaban contra niños. Es que hay cosas que ya no se dicen: que te disparaban y cuando estabas en el suelo se acercaban a rematarte. Ahora te explican que eso no se puede decir porque está fuera de contexto y hiere la sensibilidad de la gente. ¿Para qué han muerto entonces?, enfatiza Victoria.
Lo han hablado tanto entre ellas y con otros miembros de la asociación que describen con una precisión minuciosa cómo sucedieron los atentados. Comienza Victoria, la más lanzada. «Le cogieron en una emboscada. Los etarras atacaron con una bomba a los Land Rover de la Guardia Civil que escoltaban a un camión cargado con 200 kilos de dinamita y después a pesar de que sabían que estaban medio muertos les ametrallaron», rememora. Las crónicas periodísticas de aquel día señalaron que la fuerte onda expansiva alcanzó la parte derecha del primer vehículo y el techo del vehículo fue arrancado de cuajo: «la explosión se escuchó en toda la localidad de Tolosa».
Los etarras, además, habían dejado escondido un artefacto compuesto por metralla y 10 kilos de goma 2 para que explotara en el momento en el que otros agentes fueran a inspeccionar el lugar del atentado. Afortunadamente, los artificieros lograron desactivarlo antes. «Justo al lado había una gasolinera y si llega a explotar la dinamita que transportaba el camión habría volado todo el pueblo», añade Victoria.
«Lo de mi marido también fue una emboscada», interrumpe Carmen. «Los etarras amenazaron a los vecinos de los caseríos cercanos para que no hicieran nada porque, si no, iban a ser ellos los que sufrieran las consecuencias». Alfredo Díez Marcos formaba parte junto con otros cinco guardias civiles de un convoy que escoltaba a un vehículo de la fábrica de armas Esperanza y Cía.
La banda terrorista tenía un informador infiltrado en la fábrica que avisaba de los movimientos de explosivos y atacó los dos vehículos de la Guardia Civil cuando se dirigían a probar unos morteros. Los etarras hicieron más de cien disparos con fusiles de asalto, metralletas y granadas de mano. Para asegurarse de que ningún agente sobrevivía, lanzaron una granada de mano en el interior del primer Land-Rover. Cuando fueron a hacer lo mismo en el segundo vehículo, la bomba de piña explotó antes de que los etarras tuvieran tiempo de alejarse y dos de ellos quedaron heridos de muerte. Además de Alfredo Díez Marcos, en el atentado murieron otros cinco guardias civiles, entre ellos Victorino Villamor González (41 años), natural de la localidad burgalesa de Quecedo de Valdivielso.
Imagen del atentado de Ispáster y de la capilla ardiente instalada por Estéban Sáez Gómez en el hospital militar de San Sebastián, entre las portadas de dos periódicos que recogen sendos atentados terroristas - ABC, El Correo, EFE y Unidad
El desembarco de los GAR
El atentado causó tal conmoción que el entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, creó una Delegación Especial de Seguridad para el País Vasco y Navarra. Propició, asimismo, el despliegue de los primeros 500 integrantes de los Grupos Antiterroristas Rurales (GAR) de la Guardia Civil.
La brutalidad de estos asesinatos fueron solo una parte del dolor que tuvieron que sufrir ambas viudas por el trato que recibieron después, especialmente de la sociedad vasca o, al menos, de la parte de la sociedad vasca que entonces llevaba la voz cantante. «Mientras mi marido agonizaba, fuera la gente gritaba: ¡que se muera!, eso es lo que viví en esos momentos», añade Victoria, que llegó a temer por su integridad física. «Sé que cogí la pistola pequeña de mi marido y me la metí en el bolso porque tenía miedo de que esos que se manifestaban subieran a la habitación».
A Carmen, por el contrario, lo que se le quedó grabado a fuego fue lo que le dijo un ministro «del que no quiero decir el nombre», cuando se acercó a darla el pésame. «Delante del cuerpo de mi marido, me dijo que me tranquilizara, que no había sido para tanto». También Victoria tuvo una mala experiencia con un mando de la guardia civil. «Con mi marido aún sin enterrar, me agarró del codo y me preguntó cuándo iba a abandonar el pabellón (la vivienda dentro de la casa cuartel)».
Estos testimonios, que hoy en día nos parecen absolutamente inverosímiles, eran habituales en esa época donde no había psicólogos para atender a las víctimas, los mandos no se preocupaban en repartir consuelo y políticos y militares se afanaban en que todo pasara a la mayor velocidad posible. «Los gobiernos siempre han intentado dar carpetazo, y cuánto más rápido, mejor. Siempre hemos sido para ellos un grano en el culo», apunta Victoria. El objetivo era que el clima de tensión que se vivía no desembocara en un enfrentamiento total. Tampoco la Iglesia estuvo a la altura en la mayoría de los casos. «Yo llevaba muchos años viviendo en Hernani y conocía perfectamente al párroco y al resto de los curas, pero nadie se acercó para ver si necesitaba algo o para darme consuelo, recuerda Victoria.
«El día del funeral, que fue en La Salve, en Bilbao, había mucho jaleo y sacaron los cuerpos por la parte de atrás. Yo recogí el cadáver de mi marido en el peaje de Altube (en Vitoria, a 45 kilómetros del límite de la provincia de Burgos) porque nos dijeron que no era conveniente que acompañáramos al coche fúnebre mientras estuviera en el País Vasco», continúa Carmen.
Un periplo idéntico había recorrido antes Victoria en San Sebastián. «Junto a mi marido estaba otro joven al que también habían matado. Nos metieron a los familiares en un autobús que estaba en el patio del hospital militar, los féretros los sacaron por la parte de atrás y la gente que estaba fuera no paraba de chillar», subraya. Trasladó el cadáver de su marido hasta el pueblo salmantino de Galinduste, donde fue enterrado. Carmen Gómez llevó a su esposo muerto, Alfredo Díez Marcos, a recibir sepultura a Fermoselle (Zamora), de donde era natural.
Los gritos y amenazas que vivieron esos días en el País Vasco se convirtieron en aplausos y homenajes en cuanto pasaron la muga (el límite territorial de esa comunidad autónoma). «Desde Altube y hasta Zamora había una patrulla de la Guardia Civil y gente esperándonos en las calles, les rendían honores», destaca Carmen.
Cuando vivir en Euskadi se hace imposible
Victoria y su hija abandonaron pronto el País Vasco. A pesar de que llevaba muchos años viviendo en Hernani, desde que trasladaron allí a su padre, también guardia civil, no quería que su pequeña creciera en ese entorno, a pesar de que parte de su familia sigue viviendo allí. «Veía en la casa cuartel a muchos hijos de agentes que subían con golpes por ser hijos de txakurrak (perros en euskera y término con el que la izquierda abertzale denominaba a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado». Carmen aguantó un poco más, hasta que su hijo cumplió los ocho años. «Me fui para evitar situaciones desagradables», admite.
La ausencia del padre marcó la infancia de sus hijos, pero ambas quisieron que crecieran en un ambiente de normalidad, toda la que fuera posible teniendo en cuenta sus circunstancias. «Hemos procurado criarles de forma que ellos no sintieran odio. El dolor lo llevábamos dentro nosotras y salía cuando estábamos solas», explica Victoria.
Más de 40 años después de estos atentados mortales, ambas viudas no han conseguido perdonar a sus autores. Ni siquiera están dispuestas a reunirse con ellos, algo que si han hecho otras víctimas. Al menos tienen el consuelo de que los asesinos de sus maridos fueron identificados y juzgados.
En el caso del atentado de Tolosa en el que murió Esteban Sáez, condenaron a dos etarras, Pedro Juan Odriozola Aguirre y Ángel Hernández Tiemblo a 25 años de reclusión mayor y a cinco penas de 15 años de reclusión mayor. El segundo de ellos salió a los seis años de la cárcel. Por su parte, Jaime Rementería Beotegi fue condenado por su cooperación en la matanza de Ispáster en la que murió Alfredo Díez Marcos a seis penas de 19 años de reclusión menor. Salió en libertad en 2004 tras cumplir 20 años y medio de condena. Francisco Esquisavel también fue encontrado culpable por proporcionar la información necesaria y salió de prisión en 2002, tras permanecer 22 años en la cárcel.?
«No estoy dispuesta a perdonarles ni a hablar con ellos. Sabían lo que hacían y lo hicieron con todas las ganas», apunta Vitoria. Carmen asiente, pero introduce un matiz: «Yo hablaría con su familia. Les diría que pensaran un poco en el daño que han hecho sus hijos o sus maridos y que analizaran qué habrían hecho ellos si les hubiera pasado lo mismo que a nosotras.
El cese de la violencia terrorista no las consuela. «Han dejado de matar porque van a conseguir todo lo que querían. El día que no lo tengan pueden volver», enfatiza Victoria que también destaca el dolor que ha causado. «Ahora vemos normal que cada autonomía tenga su bandera, pero durante muchos años la ikurriña estuvo prohibida. Nuestros maridos tenían la obligación de retirar cada una que vieran y muchos murieron porque eran una trampa y estaban conectadas a un artefacto explosivo». Carmen va un paso más allá. «Para eso, que les hubieran dado todo lo que pedían desde el principio. Se hubieran ahorrado muchas vidas».
Del momento actual, critican que el presidente del Gobierno se apoyara en Bildu para su investidura, «me da asco, porque aunque ya no maten siguen siendo unos asesinos», pero sobre todo les molesta que las nuevas generaciones no sepan nada de lo ocurrido. «No queremos que odien, pero sí que conozcan lo que ha pasado. No tienen ni idea de quién fue Miguel Ángel Blanco y de lo que le pasó», concluye Victoria.