La Catedral secreta

Héctor JIménez / Burgos
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DB recorre los rincones de la seo que el turista no puede disfrutar durante sus visitas. En esta primera entrega ascendemos a las torres y paseamos por la cubierta. El próximo domingo contemplaremos varias salas y curiosidades del interior

Lo que no ve el turista de la catedral - Foto: DB/Ángel Ayala

330 escalones después nos espera el cielo. Nadie puede llegar más arriba, contemplar la ciudad desde un mirador mejor. Solo nos dan envidia las palomas porque ellas pueden subir 3 metros más y posarse si quieren en el pararrayos que corona las agujas de las dos emblemáticas torres.

La Catedral de Burgos atesora  ocho siglos de historia y arte y miles de personas la disfrutan cada año (en 2011 tuvo unos 350.000 visitantes), pero el turista no llega a todos sus rincones. Algunos, porque son oficinas del Cabildo, salas de reuniones y despachos de trabajo. Y otros porque solo se llega a ellos por unos accesos estrechos y peligrosos que incumplirían cualquier mínima norma de seguridad y evacuación. Solo un ascensor, que seguramente las autoridades de Patrimonio no aceptarían, permitiría habilitar un recorrido hoy por hoy imposible.

Los visitantes se pierden visiones que solo una joya como la seo puede ofrecer: desde la panorámica sobre las calles y plazas del centro histórico hasta las obras de arte escondidas en lugares a los que el ojo humano no alcanza, expuestos solo ante Dios, a quien dedicaron sus esfuerzos los hombres y mujeres que levantaron esta maravilla.

Un redactor y un fotógrafo  de Diario de Burgos quisimos mostrar esos rincones secretos y subimos a la cubierta de la Catedral en un día nublado y ventoso. Perfecto para evitar los contrastes de luz y notar la fuerza de las alturas. Lo hacemos a través del usillo que, junto a la puerta de Santa María, asciende por el interior de la torre sur.

La primera parada es en la antigua caseta del campanero. Los más veteranos recuerdan que el encargado de tañer esos gigantes metálicos era también zapatero, y que allí en las alturas, en el corazón de la torre, tenía el taller.

El caracol se aprieta a medida que sube, se hace casi imposible en su último tramo, con escalones pequeños, con paredes que agobian hasta alcanzar el campanario. A partir de ahí, una estructura metálica nos deposita en el mirador circular que corona la aguja con las letras ‘SM’, en alusión a Alonso de Santa María, el obispo que inició la construcción de la Catedral.

Lo que se aparece ante nuestros ojos deja sin palabras. A 80 metros de altura se ve, literalmente, toda la ciudad y muchos kilómetros a su alrededor. Pero sobre todo se aprecia desde su cénit la belleza plateada, ligera y ágil de la Catedral.

El claustro, las capillas, los arbotantes, los pináculos, los ventanales  ojivales... Se desata la imaginación sobre cómo pudieron levantar, 5, 6 o 7 siglos atrás, estas estructuras, cómo llegaron las piedras desde la cantera de Hontoria hasta las alturas, cuántos se dejaron la vida y el alma en una empresa que ahora es, con todo merecimiento, Patrimonio de la Humanidad.

Mareados, quién sabe si por los sucesivos caracoles o por un amago de síndrome de Stendhal, descendemos de la torre y nos asomanos a la galería de los Reyes. Tres turistas nórdicas, sentadas en la fuente de la plaza de Santa María, se quedan boquiabiertas al ver asomarse a unos individuos en mitad de la fachada. Quizás luego pregunten en las taquillas si se puede subir.

El vértigo y las estrecheces de los pasillos aconsejan continuar con nuestro recorrido y empezamos a caminar por la cubierta. Alguna teja rota nos recuerda que el edificio sobre el que pisamos tiene el peso de la historia sobre sus hombros, pero nadie lo diría a la vista del estado de conservación de la piedra, fruto de la limpieza integral realizada durante los últimos años.

Avanzamos por la nave central hasta la girola, siempre sobre ella. Los ángeles que la custodian parecen desde aquí vigías de un barco enfilado hacia el este, contemplando la vida que se desarrolla a sus pies. Inquietantes gárgolas, retorcidas de tanto padecer los rigores del clima durante siglos, nos observan a la altura de nuestro flequillo rodeadas de figurillas, bestias, cabezas y escudos cuya interpretación seguro merecería más de una tesis doctoral.

Ha pasado una hora desde que comenzamos el paseo y tenemos que abandonar la ‘proa’catedralicia. Deshacemos nuestros pasos y de nuevo hay que atravesar un pasillo muy estrecho, no apto para seres corpulentos. Otro husillo, retorcido y casi tan angosto como los de las torres, nos deposita ante la entrada al piso superior del cimborrio. Y allí una puerta de metro y medio de altura nos sumerge repentinamente en otro nuevo paraíso del arte (continuará).