Julián Valle, el artista sin artificios

ALMUDENA SANZ
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Julián Valle ultima 'El tejido del mundo', una colección de dibujos de gran formato y esculturas en torno a los eremitorios altomedievales que se asoman al paisaje

Julián Valle trabaja con hojas de roble y porcelana para recrear la hojarasca de un enterramiento. - Foto: Jesús J. Matías

Campillo no madruga. El reloj de la plaza da las diez y media de la mañana. La vida aún se despereza en este pueblo ribereño. Apenas una señora camina con calma y un vecino para el coche frente al Ayuntamiento para ver el tablón de anuncios. Nada nuevo bajo el invernal cielo de Castilla. A ese devenir tranquilo se agarra Julián Valle (Aranda de Duero, 1963). Se trasladó aquí hace 20 años. Quería un estudio que pudiera pagar. Lo encontró a apenas ocho kilómetros.

Disfruta paseando, descubriendo nuevos paisajes en los campos transitados un día tras otro, recoge hojas, aborrece el bullicio estival, los pitidos del claxon de los veraneantes, pero no el del panadero, que se escucha a lo lejos desde el taller habilitado en una vieja casa. Unas escaleras conducen hasta el espacio principal, pequeño, con una buena iluminación artificial. Allí ultima El tejido del mundo, la propuesta con la que participa en la nueva temporada expositiva del Centro de Arte Caja de Burgos (CAB), a inaugurar el 5 de marzo. 

Trabaja en una escultura con caca de vaca recogida en la Sierra de la Demanda con mimbre trenzado en su interior (ha estado un año secándose). Tiene una forma antropomorfa, como si fuera una raíz, una larva, una momia, un capullo... Al mismo tiempo prepara hojas de roble con porcelana que simularán la hojarasca sobre una tumba. Y la sala queda presidida por una imponente pintura de óleo al agua de un paisaje cercano a Alcozar (Soria) en la que se aprecia uno de esos eremitorios perdidos por distintas partes de España que ha pateado, explorado, investigado...   

El tejido del mundo ha ocupado a Julián Valle los dos últimos años y se recrea en la magia que envuelve a los eremitorios altomedievales, esas cuevas habitadas por ermitaños, enfrascados en la oración y la contemplación, que salpican el paisaje. Unas cuevas inaccesibles en unos casos, al alcance del turisteo en otros; olvidadas o anunciadas a bombo y platillo. 

La curiosidad del artista por estas construcciones viene de lejos, incluso lo barajó como tema para su tesis en Historia del Arte. Documentación le sobraba. Libros, fotografías, cuadernos de campo con dibujos realizados al natural, informes topográficos, cartografía... Valle señala como antecedente de esta exposición una colectiva en la que participó en el Carex de Atapuerca, en la que se centró en unas cuevas sobre las que se divisaba la sierra. «Y cuando el director del CAB me propuso este trabajo decidí seguir por ese camino». 

El tiempo apremiaba. Apostar por el óleo, aunque fuera al agua, que seca más rápido, no era viable. Y se tiró al dibujo. El grueso de la muestra. Ha utilizado un formato grande, de 1,56x1 metros, y otro más pequeño, de 70 centímetros. El caballete aún presenta el hueco que dejaron. Ya están en el almacén del CAB. En una maqueta avanza su disposición en el nivel 1, jugando con las entradas y salidas de los eremitorios y las salas. 

En toda esta obra va calando de manera inconsciente el bagaje que acumula Julián Valle. «Realmente, yo no tengo una idea preconcebida de lo que voy a hacer. Cuando me meto en faena me van saliendo, me surgen cosas, se va transformando... Por eso me parece fundamental el trabajo manual, para cualquier cosa, y el control técnico de lo que estás haciendo. Hay que saber pintar, hay que saber modelar, si quieres un material tienes que saber cuándo usarlo y de qué modo... Puedes encontrarte sorpresas, pero que sean las que tú puedes manejar, no que te topes con ellas por desconocer el material y se te caiga un cuadro y se reviente. Hay artistas a los que parece que no les importa, a mí sí. Si un puente está mal soldado, se cae; si un cuadro no está bien pintado, se cae. A mí se me van los ojos a los fallos, no lo puedo remediar», admite y reconoce que esa prueba de ignorancia del oficio le molesta especialmente. 

Se impone ahí otra de sus facetas: la de montador de exposiciones. «Está muy denostada la técnica. Me parece fundamental y los artistas deben conocerlo, y no tanto estudiar libros de sociología o filosofía, sino también mancharse las manos. La inspiración no existe. Picasso ya decía que se encuentra trabajando», prosigue este miembro del mítico colectivo ribereño A Ua Crag, con Rufo Criado, Néstor Sanmiguel o Jesús Max. 

Y no es que él reniegue de la filosofía, sociología y otras letras. El escritorio de su estudio da cuenta de ese interés, con libros que ha tenido muy presentes en este proyecto como Eremitorios rupestres altomedievales, de Luis Alberto Monreal, In concavis petrarum habitaverunt: El fenómeno rupestre en el Mediterráneo Medieval, de Jorge López y Artemio Manuel Martínez, o el poemario Los secretos del bosque, de Clara Janés. 

«Todo es interesante porque todo te forma y todo afectará a tu trabajo. Realmente, cuando estás haciendo una obra no explicas un punto de vista o dices que has leído algo y lo vas a convertir en una pintura. Eso es absurdo. Schopenhauer decía que explicar una imagen con palabras es un rodeo estúpido. Si lo tienes que explicar con palabras, no hagas la imagen. Estoy completamente de acuerdo», observa y rechaza esas cartelas de kilómetro y medio, aunque sí defiende proporcionar cuatro pistas que ayuden a acercarse a la obra. 

«Puedes hablar de ello, pero jamás explicarlo. Una obra no se termina cuando el artista la concluye, sino que es la interpretación del espectador la que la pone punto y final», ilustra convencido de que el bagaje de cada uno es determinante y él nunca va a imponer el suyo. «Cuando un artista se pone trascendente, es patético», concluye y huye del estereotipo que, dice, venden ahora los medios audiovisuales del artista como alguien completamente estrafalario. «Y entre los artistas hay gente normal, como entre los fontaneros», remacha y reivindica el buen hacer. 

Un artista normal es Julián Valle, sin artificios, que presume de su universo rural, donde fraguó sus recuerdos de la infancia -la que dicen es la verdadera patria del hombre-, donde se entrega a la soledad y donde puede caminar para seguir descubriendo el tejido del mundo.