Adiós al niño de Leningrado

Á.M.
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Le sacaron de España rumbo a la URSS en 1937, cuando contaba 10 años. Cristóbal García Galán regresó a nuestro país, ya jubilado, en 1991 y se instaló en Burgos, donde se hizo muy querido. Falleció el lunes a los 95 años

García Galán, fotografiado en la redacción de DB en el año 2006. - Foto: Jesús J. Matí­as


Cristóbal García Galán nació en la encrucijada del Puerto de Pajares. Su padres, segovianos, se habían mudado buscando jornal y lo hallaron en los ferrocarriles de la Cordillera Cantábrica. Tenía 10 años cuando estalló la Guerra Civil y empezó a saber en qué consisten los asedios bélicos. La zona, republicana, dejó de ser segura en menos de un año y Cristóbal, junto a dos de sus hermanas, fue embarcado rumbo a Francia en un carguero inmundo sin poder despedirse siquiera de sus padres, que como ferroviarios eran de la UGT pero nunca tuvieron una particular inclinación por las ideas socialistas. Era cosa de dos o tres meses, dijeron. Lo que iba a durar la Guerra. Y no.

En el Sur de Francia fueron embarcados en otra nave rumbo a Londres. Y de allí, a Leningrado a bordo del Cooperatia. En lo que hoy es San Petersburgo descubrió el chocolate, el cepillo de dientes, el cine, el teatro, la ópera... También una escuela bien dotada y articulada. «Aprendí más en un año que en toda mi vida anterior en España», recordaría para DB en marzo de 2006. Los tres primeros años de Cristóbal en la URSS, como los de los 3.000 ‘niños de la guerra’ que los republicanos enviaron a puerto seguro -al menos en aquel momento lo era-, fueron «los mejores de mi vida... Y después vino el peor».

Ellos, que habían salido huyendo de la guerra de sus padres, se toparon con la madre de todas las guerras. Cuando a Stalin dejaron de funcionarle los equilibrios diplomáticos para mantener a la URSS al margen de la II Guerra Mundial, el ejército nazi tardó apenas tres meses en plantarse a las puertas de Leningrado. Allí comenzaría uno de los asedios más salvajes de la historia de la humanidad. Un enfrentamiento a fuego y hambre que se cobró 700.000 vidas en la ciudad del Neva. Pudo huir, pero cometió la pueril torpeza de quedarse para cumplir el sueño de ser piloto. Lo pagó caro. «Fue el peor error de mi vida».

Tardaría un año en lograr escapar de la ciudad. Antes, comió sopa de púas de abeto para evitar que se le cayeran los dientes, tembló bajo docenas de bombardeos y lluvias de artillería y recogió cadáveres por la calle, algunos mutilados por los episodios de canibalismo que provocó el hambre. Cuando los cuerpos ya no cabían en las fosas comunes del cementerio de Piskaryovskoye, Cristóbal ayudaba a hacer agujeros en el hielo del Neva para sumergirlos en la corriente del río, lo que se conocía como «enviarlos a Finlandia».

En su azarosa huida pagó persecución, trabajo forzado y más estrecheces, hasta que, no sin esfuerzo y con la complicidad administrativa de los responsables del orfanato que había estado a su cargo, logró sacarse el título de técnico de telecomunicaciones y vivir el nomadismo en un país que es un mundo en sí mismo antes de ser enviado a Moscú. Y entonces se topó con que la URSS de posguerra ya era otra cosa. «Se lo gastaban todo en la carrera armamentística. Decían que tenían bombas para volar la Tierra seis veces, y yo me preguntaba si con una no era suficiente», evocaría tras su jubilación. También se las vio con la sombra del KGB y las desapariciones por las que nadie preguntó jamás. «Lo de Stalin fue terrorífico».

La primera vez que pudo regresar a España, en 1967, su madre ya había fallecido. La segunda, en 1991, lo hizo ya jubilado y con su mujer, Lidia, y su hijo. Se estableció en el polígono Río Vena de la capital burgalesa y durante seis años atendió el quiosco de prensa del extinto Hospital General Yagüe. Educado, decente y solidario, Cristóbal se ganó pronto el afecto de quienes le conocieron, que tampoco fueron legión porque era una persona discreta. 

Solía rememorar su vida fijando la mirada prístina de sus ojos azules en algún punto indeterminado, acaso tratando de no perder el hilo de un guión vital enciclopédico y ciertamente alambicado. Fue uno de los ‘burgaleses’ más longevos en lograr obtener el carné de conducir (nunca pudo estudiar para piloto y durante su estancia en telégrafos era el que iba de copiloto en el sidecar) y colaboraba con la Policía Nacional de Burgos haciendo las veces de traductor de ruso a 20 euros la hora «menos las retenciones». «Me gusta ayudar a la Policía porque ellos me ayudaron mucho cuando regresé. Para mí es como devolverles el favor», contaba.

Vivió en Burgos durante 30 años y lo hizo con toda dignidad a pesar de la pírrica pensión (la mínima contributiva) que le pagaban a medias Rusia y España. Su historia, junto a la de otros ‘niños de la guerra’, quedó inmortalizada en 2018 en la película documental Huérfanos del olvido, dirigida por el cineasta burgalés Lino Varela y escrita por el periodista de DB Rodrigo Pérez Barredo. Una de sus últimas aportaciones a la sociedad burgalesa fue relatar su vida en el Teatro Principal dentro del programa de envejecimiento activo del Ayuntamiento. Falleció el lunes, en Burgos, a los 95 años de edad. Su funeral se celebrará hoy a las 13.15 horas en la capilla del tanatorio de San José. 

Acaso el mejor resumen de su odisea lo hiciera el propio Cristóbal con un puñado de palabras arrancadas a la vida. «Dicen que cuando uno mira hacia atrás ve un largo sendero, pero yo veo muchos pequeños caminos. Me sacaron de España separándome de mis padres y eso es muy penoso, pero otros tuvieron menos suerte que yo». En el cementerio de Piskaryovskoye, en el antiguo Leningrado, aún se puede leer: Nada ni nadie está olvidado.