«El champán es fiesta y las cosas no están para fiestas», asegura Pierre, que regenta una conocida tienda del más famoso espumoso del mundo en Épernay, el corazón de la Champaña. Aunque los turistas no han dejado de llegar, Pierre afirma que son menos, muchos menos que en otras temporadas, y eso también se ha visto en su volumen de negocios. Una tendencia que concuerda con la caída de las ventas que registra el champán desde primeros de año.
El fenómeno puede tener dimensiones históricas. En lo que va de 2020, el negocio del espumoso se ha desplomado un tercio. La pandemia de coronavirus cerró bares y restaurantes de todo el mundo, una de las salidas tradicionales de este producto. La crisis financiera de 2008 tuvo un impacto mucho más limitado y se saldó con una caída de la facturación del 5 por ciento. «Entonces, muchos tenían algo que celebrar», bromea Pierre.
En la región aún creen en una recuperación. «Los próximos años nos dirán si el champán sigue invitando a soñar. Lo espero porque el espíritu de la Champaña es hacer productos de buena calidad, consumirlos con buen humor y celebrar. Siempre habrá cosas que celebrar», apunta Étienne Goutorbe.
Este joven representa a la tercera generación de productores independientes de una bebida que lleva su apellido y que este año recortará sus ventas en 40.000 de las 180.000 botellas que comercializaron en 2019 (un 22 por ciento menos).
A diferencia de las grandes marcas, que tienen bien engrasados sus canales de distribución entre supermercados, bares, restaurantes y aeropuertos, los pequeños han tenido que labrarse su propia clientela de particulares a base de ferias y salones.
Las ventas directas
Ahora, todo ese trabajo ha dado sus frutos, «porque el confinamiento era un buen momento para descorchar un champán, en casa, en familia», sostiene Goutorbe. Estos pequeños productores han subido incluso un poco sus pedidos con respecto a 2019, en contraste con las grandes firmas, que sufren un desplome.
LVMH, la gran casa del lujo que lidera el sector con marcas como Moët&Chandon, Krug, Dom Pérignon o Veuve Clicquot, ha visto caer sus encargos hasta un 30 por ciento en el primer semestre.
Así, aunque queda el grueso de la campaña, con la vista puesta en el final de año, cuando tradicionalmente se vende casi la mitad del espumoso, las perspectivas no son buenas. La interprofesional calcula que se venderán menos de 200 millones de botellas, frente a los casi 300 millones de 2019, lo que se traducirá en un hundimiento de la facturación del 34 por ciento, hasta los 3.300 millones de euros. Lejos del récord de 2009, cuando se facturaron más de 5.000 millones.
«Lo que sería terrible es que hubiera un segundo confinamiento este 2020. Eso nos mataría», sostiene Alexander Salmon, que acaba de retomar la maison fundada por su abuelo. Un terremoto en una denominación de origen acostumbrada a la estabilidad y a tener a su favor los vientos del mercado.
Para evitar que la caída de las compras se traduzca en una guerra de precios a la baja que acabe por degradar la imagen del producto, la interprofesional ha apostado por reducir la producción: solo se vendimiarán 8.000 kilos por hectárea, 2.000 menos que el año pasado. Una decisión que ha enrarecido el ambiente. Los productores de champán la consideran necesaria, pero los vignerons (cultivadores) se tendrán que rascar el bolsillo. «Así no sale rentable, siempre pagamos los mismos», señala Hugo, mientras lleva cajas de uva recién vendimiada a una cooperativa de Aÿ-Champagne.
Goutorbe asegura que el impacto del fuerte descenso de producción de su empresa no se verá hasta dentro de unos años. Y es que, como otros pequeños productores, han apostado por envejecer los vinos como forma de diferenciarse.
El ambiente en la región es tenso entre los 16.100 productores de uva y las 360 casas de champán, que apenas cultivan el 10 por ciento de las uvas y que dependen de las compras a los agricultores, a precios que oscilan entre los 6,2 y los 7,2 euros el kilo, en función de la calidad.