Cuando Ana descendió del carruaje sintió un leve estremecimiento mientras la brisa del Bidasoa agitaba sus rubios y hermosos cabellos. Respiró hondo, percibiendo la cercanía del mar. No sintió miedo de camino a la barcaza que la trasladaría a aquel pequeño islote. Aunque atrás dejara una infancia feliz. Aunque hasta hacía apenas unos días hubiese sido una privilegiada infanta de solo trece años. Cierto que inteligente, sensible y culta, pero una niña al fin y al cabo. Sin embargo, ya era nada menos que la reina de Francia y sabía que debía cumplir con su destino. El golpeteo lento de los remos en el agua, con su cadencia rítmica, no despistó a la muchacha, que escrutó con curiosidad su inminente destino: aquella singular frontera natural, la isla de los Faisanes, principio y fin del mundo que había conocido. A partir de allí, todo sería nuevo para ella. Casi sintió compasión por la niña con la que la intercambiaron en tan extraño lugar; una criatura aún más pequeña que ella pero que ya era su cuñada aunque jamás la hubiese visto antes: Isabel de Borbón sollozaba sin consuelo camino de España; Ana de Austria fue más valiente cuando emprendió rumbo a Francia. Estamos en octubre del año 1615.
Ana de Austria, hija primogénita del rey Felipe III y Margarita de Austria, se había desposado unos pocos días antes con Luis XIII, rey de Francia, en la Catedral de Burgos, si bien la boda había sido por poderes, ejerciendo el duque de Lerma, valido del rey español, de representante del monarca francés. El enlace obedecía al acuerdo conocido como Tratado de Fontainebleau, firmado en 1611 por las casas reales de España y Francia, que pactaron las bodas del príncipe de Asturias, Felipe IV, con la princesa francesa Isabel de Borbón, y la de sus respectivos hermanos, la infanta española Ana de Austria con el rey Luis XIII de Francia. La boda real celebrada en Burgos constituyó todo un acontecimiento que se prolongó en el tiempo, toda vez que la familia real española en pleno se instaló en la Cabeza de Castilla un mes antes del enlace. No en vano, a su llegada al anochecer del día 15 de septiembre repicaron las campanas de todas las iglesias, se encendieron luminarias por toda la ciudad e incluso la maravillosa Catedral fue iluminada para honrar a sus majestades, que se hospedaron en la Casa del Cordón. En los días previos al acontecimiento hubo acontecimientos de toda índole: bailes de máscaras, corridas de toros, juego de cañas y fuegos artificiales.
El esperado día del desposorio fue todo un acontecimiento en Burgos. El cortejo salió del palacio de los Condestables a las once de la mañana. Acompañando a la familia real, todos los Grandes de la Corte con sus mejores galas: duques, condes, marqueses, embajadores hicieron gala de todo el fasto y el boato posibles: vestidos bordados, ricas joyas, pedrería deslumbrante. Carrozas y caballos aderezados jugosamente desfilaron al ritmo de trompetas y ministriles rumbo al primer templo metropolitano. Era tal el lujo de las vestimentas, que en el caso del Almirante de Castilla o los señores de Velada, Saldaña,Arcos o Peñafiel se hizo necesario que los pajes fueran levantando sus capas, tal era el peso que estas tenían.
Pero una carroza destacaba por encima de todas las demás: la que portaba a la novia, que iba acompañada por su hermano. Tirado por seis espléndidos caballos napolitanos, el carruaje resplandecía: brocado por dentro y por fuera, bordado con piedras preciosas, terciopelo carmesí, bordados de oro... El representante del novio no le iba a la zaga en cuanto a lujo: el duque de Lerma iba sentado en una silla ricamente aderezada. La nave central acogió la misa celebrada por el arzobispo de Burgos, Fernando de Acevedo, tras la que se celebraron los desposorios.El banquete posterior fue pantagruélico, y durante el resto de la jornada no cesó de sonar la música: ministriles, cantores, vihuelas de arco, vihuelas guitarras, rabeles y arpas sonaron para desear felicidad a la recién casada. Y por la noche, fuegos de artificio.
La joven Ana salió hacia la frontera dos días después. Irún, Fuenterrabía, la isla de los Faisanes y, por fin, Hendaya, en Francia. Días más tarde, en Burdeos, conoció a su esposo. No hubo atracción alguna entre ellos. Tanto, que Luis XIII tardaría unos años en consumar su matrimonio. Ana de Austria sufrió durante años la indiferencia de su esposo, la inquina de su suegra, María de Médicis, y las conspiraciones de uno de los personajes más maquiavélicos y oscuros de su tiempo, el cardenal Richelieu. Para colmo, sufrió varios abortos. Hasta que, en 1638, dio a luz. Nunca mejor dicho: de su vientre nació Luis XIV, que pasaría a la historia con el sonoro sobrenombre de ‘El Rey Sol’.
Haber traído al mundo a un heredero al trono de Francia no mejoró la situación de la reina: se sintió siempre sola, aislada. Sólo halló refugio, consuelo -y es probable que también amor- en un hombre: George Villiers, duque de Buckingham, enviado por la Corte inglesa a Francia en tareas diplomáticas. Aquí es donde la historia se funde con la leyenda: ¿existió aquel amor imposible entre el inglés y la española? De la fascinación que siempre ejerció Ana de Austria habla a las claras el hecho de que uno de los escritores más importantes y prolíficos de todos los tiempos, Alejandro Dumas, la convirtiera en un personaje de novela lleno de magnetismo y misterio en esa obra inmortal llamada Los tres mosqueteros.
He aquí un pasaje en el que el duque de Buckingham se dirige a ella: Hace tres años, señora, que os vi por primera vez, y desde hace tres años os amo así. ¿Queréis que os diga cómo estabais vestida la primera vez que os vi? ¿Queréis que detalle cada uno de los adornos de vuestro tocado? Mirad, aún lo veo; estabais sentada en un cojín cuadrado, a la moda de España; teníais un vestido de satén verde con brocados de oro y de plata; las mangas colgantes y anudadas sobre vuestros bellos brazos, sobre esos brazos admirables, con gruesos diamantes; teníais una gorguera cerrada, un pequeño bonete sobre vuestra cabeza del color de vuestro vestido, y sobre ese bonete una pluma de garza. ¡Oh! Mirad, mirad, cierro los ojos y os veo tal cual erais entonces; los abro y os veo cual sois ahora, es decir, ¡cien veces más bella aún!
Ana de Austria murió en París en 1666, víctima de un cáncer de mama (uno de los primeros casos conocidos de la historia). Abandonó este mundo en paz: pocos años antes había logrado casar a su primogénito con una infanta de España, su sobrina María Teresa de Austria, y firmando la Paz de los Pirineos, que cerraba las hostilidades entre su país de cuna y su país de acogida. Se cuenta que, en el lecho de muerte, el Rey Sol proclamó: «El vigor con el que esta princesa luchó por mi corona en los años en los que todavía yo no podía actuar por mí mismo fueron para mí la prueba de su amor y de su virtud».
*Fuentes: ‘Efemérides Burgalesas’. Juan Albarellos.
Archivo Catedralicio.