Quizás sean los árboles, que ejercen de muro natural, de trinchera aislante del ruido de la ciudad que se sabe abajo, al fondo, extendida a ambos lados del río, a lo largo del valle de las flores; tal vez se deba al magnetismo que encierra el sagrado lugar, todo un oasis de sosiego. Lo cierto es que a las puertas de la Cartuja de Miraflores, que se erige como un túmulo austero, siempre domina el silencio. Uno tan mineral como espiritual, como si sus piedras seculares fueran cautivas de un atávico sortilegio y emanaran quietud, esa sensación de paz que pocas veces encuentra el mundo, que casi nunca halla el alma humana. Todo el entorno del recinto monástico atesora un halo de serenidad, y no es extraño que quienes por allí pasean lo hagan con especial recogimiento, como si también les alcanzara el hechizo.
Franquear sus puertas es adentrarse en un reino que no parece de este mundo. Quizás no lo sea. Si extramuros todo es ruido, furia, confusión y vértigo, del otro lado la calma lo invade todo, aún más perceptible cuando se traspasa el umbral de la clausura. Allí, además, es otro tiempo. Un tiempo sin tiempo: es el reino del silencio, que se siente y se toca en el extenso claustro, en el jardín, entre los largos y laberínticos pasillos que son la casa de catorce monjes de vida contemplativa. Silencio de pasos por los corredores; silencio del viento que se cuela cuando se abre una cancela; silencio de la luz que inunda las estancias; silencio de miradas y oraciones; silencio de esculturas y de cuadros; silencio de cipreses y de cruces. Silencio de puertas adentro del alma. Silencio interior que se contagia hacia afuera. Silencio y más silencio.
El hermano Ernesto guía nuestros pasos silentes por el interior del cenobio. Pronuncia sus primeras palabras en cinco días. El mundo, su mundo, está construido con esa ausencia. «El silencio es un instrumento, no es un fin. Todos necesitamos silencio, no sólo los cartujos. Todos necesitamos silencio en algún momento de nuestra vida, porque al fin y al cabo es un herramienta de escucha, es para abrir los oídos.Es necesario porque te ayuda a interiorizar la vida sobrenatural.Se dice que el silencio es el lenguaje de Dios; pero no sólo necesitamos el silencio para escuchar a Dios, también para escucharnos a nosotros mismos. Dicen que cuanto más silencio, más orden tiene uno interiormente; cuanto menos silencio, más desorden. La falta de silencio también es un peligro para la sociedad en que vivimos», musita mientras abre con sigilo una puerta que nos adentra en los dominios de ese silencio.
(El reportaje completo en la edición impresa de hoy de Diario de Burgos)