Hacía muchísimo frío aquella noche de enero con luna llena en Madrid, pero a Susana Ruiz Llorente no le importó: había quedado con unos amigos para celebrar una fiesta y por nada del mundo quería perdérsela. ¿Quién no desafía a las bajas temperaturas cuando se tiene 16 años, ganas de pasarlo bien y toda la vida por delante? A sus padres, Justina y Ángel, no les hizo demasiada gracia que saliera, pero al cabo no pudieron negarse: la chica esgrimió que a su hermana le habían permitido ir a Palacios de la Sierra, pueblo de Burgos del que procedía esta familia asentada en el barrio madrileño de Las Musas. Susana dijo que su plan era asistir a un concierto en San Blas, aunque la verdad era otra: iba a acudir a una fiesta con música heavy, que le entusiasmaba, un poco de alcohol y algún canuto en un caserón abandonado en Vicálvaro. En cualquier caso, su padre se lo dejó claro: tan pronto como terminara, debía llamar a casa para que él saliera a recogerla. A la hora que fuera.
Nunca realizó esa llamada. No regresó a casa ni con su padre ni por su propio pie.Susana, que según sus amigos se marchó caminando sola a casa a las tres de la madrugada, desapareció como si se hubiera esfumado, como si se la hubiera tragado la tierra. Ángel dio vueltas y más vueltas con su coche durante aquella noche, hasta bien entrada la madrugada. La estuvo esperando. En vano. No volvió a casa Susana ni aquel día ni nunca más. Denunciada su desaparición, se peinó toda la zona, las inmediaciones de aquella vieja casona, rodeado por descampados y escombreras ilegales, puro paisaje del extrarradio de Madrid. Ni rastro de Susana. Sucedió en la noche del 9 de enero de 1993. El caso de la desaparición de la adolescente de origen burgalés ocupó portadas de periódicos e informativos hasta finales de ese mes, cuando dos apicultores hallaron en un agreste paraje de Valencia los cadáveres de tres jóvenes que permanecían desaparecidas desde el noviembre anterior. Se llaman Míriam, Toñi y Desirée. Las niñas de Alcàsser.
Un mes más tarde, sepultado por escombros y chatarra a menos de quinientos metros de donde había sido vista por última vez, un obrero encontró, semidesnudo y desfigurado, el cuerpo sin vida de Susana. Una primera autopsia determinó que la muerte de la muchacha se había debido a un paro cardiaco. Pero la familia burgalesa jamás acató aquel dictamen, y contrató a un forense que elaboró otro informe con una conclusión bien distinta: señalaba que la chica había fallecido por estrangulamiento y que además había sido previamente golpeada por un objeto contundente -tal vez una piedra- en la cabeza ¿Había sido Susana asesinada? La tesis no era descabellada, toda vez que la zona donde se halló el cadáver había sido barrida al milímetro durante días tras la desaparición. Susana no podía haber muerto de forma natural oculta por un manto de cascotes y hierros. Susana fue enterrada en marzo en el cementerio de Palacios de la Sierra, en un acto multitudinario presidido por el dolor y por pancartas y consignas en las que se reclamaba justicia para la cría.
El misterio de la muerte de SusanaSin embargo, dio igual que los padres de Susana, que desde el principio tuvieron el convencimiento de que alguien había matado a su hija, reclamaran que se siguiera investigando, que había indicios más que suficientes para que el caso no se cerrara. La juez encargada del mismo hizo caso omiso a esos ruegos a las pruebas y decretó su archivo en septiembre de 1994. Pero a finales del año siguiente el caso de la muerte de Susana dio un vuelco radical. La madre de un excabeza rapada, que había pertenecido al grupo ultra Bases Autónomas, se presentó ante la Policía con la grabación que, en un cassette, había dejado su hijo antes de irse de casa. En esa cinta, el chaval aseguraba que Susana Ruiz había sido asesinada por miembros de esta formación nazi, dando sus nombres y apellidos. El caso fue reabierto de forma inmediata.
Mientras, la familia Ruiz Llorente y su abogado peleaban a brazo partido para intentar que se hiciera una segunda autopsia al cadáver de su hija. Porfiaron mucho, contra viento y marea, con todos los obstáculos habidos y por haber, como recordaron siempre Ángel, Justina y el letrado, Hermenegildo Pérez Bolaños. «Sufrimos trabas tan evidentes que dieron pie a sospechar de todo. Eran obstáculos que no tenían una justificación. Y lo digo desde el punto de vista profesional. Aquellos obstáculos fueron tan evidentes que dieron pie a pensar o a sospechar cualquier cosa. Encontramos dificultades en la instrucción judicial, en la investigación policial... Nada tenía ningún sentido. No se hizo una investigación en condiciones. Al contrario, se hizo mal y se destruyeron numerosas pruebas que habrían sido fundamentales para el esclarecimiento del caso. Y la primera autopsia fue una verdadera chapuza», recordaba el abogado hace unos años a este periódico.
Se tardó tres años, porque hubo que llegar hasta el Tribunal Supremo, pero se logró aquella segunda autopsia y una nueva reapertura del caso. Mientras tanto, la investigación tras conocerse la declaración del exultra en aquella cinta no daba sus frutos; más al contrario, la jueza consideraba aquella confesión como un delirio; sin embargo, poco después un recluso de cárcel de Guadalajara, conocedor de la confesión mediante una cinta de aquel excompañero del grupo ultra, declaró ante la magistrada que él había sido testigo presencial del asesinato de Susana Ruiz, pero eludió dar los nombres de los presuntos asesinos porque dijo estar amenazado de muerte por estos, que según su declaración pertenecían a poderosas e influyentes familias. No se dio credibilidad a este relato.
Tampoco que tuvo en cuenta las denuncias que la familia Ruiz realizó en el mismo sentido: amenazantes llamadas de teléfono anónimas en las que se conminaba a los padres de Susana a dejar en paz el asunto. En febrero de 1996, la paz del cementerio de Palacios de la Sierra se vio alterada por la exhumación del cuerpo de Susana, cuyos restos fueron trasladados a Madrid para ser sometidos a un segundo examen forense. La conclusión de éste fue radicalmente diferente al primero: el análisis del cuerpo determinó que el fallecimiento de la joven había sido provocada por un golpe en la cabeza; existía un rastro evidente de que la chica también había sido estrangulada; y que en el cuerpo quedaban restos de otras agresiones, como magulladuras o laceraciones.
La soledad de una familia. Justina y Ángel (ya fallecido) se sintieron siempre solos, muy abandonados. Les resultaba doloroso ver cómo no se dejaba de buscar a los asesinos de otras jóvenes, como las chicas de Alcàsser, mientras que de su Susana no se volvía a hablar. «El dolor es mayor porque se cometió una injusticia. No se investigó su asesinato. No se investigó. ¿Por qué? ¿Por qué no se investigó lo que pasó con mi chiquitina? Mucho se investiga otros casos, pero el de Susana no. No se ha querido saber quién la mató. Es así de duro. Nos hemos sentido olvidados. No puedo creer ni en la justicia ni en la policía ni en nadie. Todos nos dieron de lado. ¿Pero es que se puede decir que mi niña falleció de muerte natural cuando apareció semienterrada y semidesnuda? Pero por Dios, por Dios...», clamaba Justina en declaraciones a este periódico hace ahora cinco años.
A lo largo de su larga carrera como abogado, Pérez Bolaños jamás se encontró con un caso como el de Susana. A su entender, no se investigó, sencillamente. Y eso lo convirtió en algo insoportable e inadmisible. El letrado siempre se dolió de que no se hicieron cosas que eran absolutamente necesarias, que tuvieron todo tipo dificultades y trabas. Para él no hubo duda: la muerte de Susana Ruiz no fue natural; fue violenta, y, además, provocada por terceras personas. Jamás comprendió cómo, con el segundo dictamen forense y la confesión de los dos exultras, no se abundara en la investigación y volviera a cerrarse el caso. Todo un misterio, que se antoja eterno.
Pero el infierno de los Ruiz, que no terminará nunca porque nadie les devolverá nunca a su niña, se vio reavivado cuando, en 2001, el caso volvió a reabrirse por última vez, la mujer de un encarcelado por asesinar a otra joven, Beatriz Agredano, le contó al juez que su marido le había confesado otros crímenes más, entre ellos el de Susana Ruiz. Nada de ello pudo comprobarse y, por cuarta vez y para desesperación de la familia burgalesa, el caso se archivó. Treinta años después de que su cadáver apareciera semienterrado en una escombrera de un Madrid de extrarradio y suburbial, cuanto sucedió con Susana Ruiz Llorente continúa siendo una incógnita que nadie ha despejado todavía.