Aquel 9 de abril de 1977, cuarenta y cuatro años han pasado ya, nos sobresaltamos cuando un agitado y confuso compañero de radio, el gran Alejo García, nos dio, a trompicones, la noticia: el Gobierno de Adolfo Suárez acababa de legalizar el Partido Comunista. Suárez lo hizo el sábado santo, día en el que la gente se halla distraída, disfrutando de sus vacaciones y, por tanto, con una capacidad de reacción agresiva, en su caso, menor. Fue un paso valiente, necesario para la normalización de un país encaminado decididamente hacia la democracia, aunque la cúpula militar no lo entendiese, obviamente, así. Ahora, increíblemente, la disyuntiva 'comunismo o libertad', regresa, con aires del pasado que se quieren trasladar al presente. Y un comunista, nada menos que el secretario general del PCE, entra con polémica en un 'segundo escalón' del poder que ocupa Pedro Sánchez.
Todo ello me ha hecho recordar, cuando escribo este viernes santo, aquel 'sábado santo rojo', ingenioso título que el periodista Joaquín Bardavío puso a su libro, lleno de revelaciones, sobre las peripecias de Santiago Carrillo y su peluca en el último tramo de su relativa clandestinidad previa a la legalización. Tengo para mí que la designación de Enrique Santiago, que así se llama el líder del PCE en estos momentos, como secretario de Estado para la Agenda 2030 es una suerte de nueva 'legalización' de un partido que se halla como camuflado en la Izquierda Unida de Pablo Iglesias, pero que en puridad no es el partido morado. Ni debería permitir la confusión al respecto.
A Enrique Santiago incluso le han desempolvado una declaraciones en las que decía que, si se dieran las mismas condiciones que entonces (1917), él también asaltaría el Palacio de Invierno a la manera leninista. Una bobada, en suma, mucho más que la amenaza que quienes ahora desentierran la frase quisieran hacer ver, porque el guerracivilismo nunca se ausenta de las muchas cavernas de las dos Españas.
Pero lo cierto es que el nombramiento de Enrique Santiago, como antes el de Alberto Garzón o el de la propia Yolanda Díaz, que se reconocen miembros del partido fundado hace ahora cien años entre otros por Dolores Ibarruri, ha generado no poca controversia: ¿cómo va un comunista 'ortodoxo' y considerado como de la 'línea dura', a ser quien prepare el trayecto hacia 2030? ¿Cómo sentará tal cosa en la Europa 'liberal'? Claro que no se trata de que el flamante secretario de Estado, que sustituye a la no menos flamante ministra Ione Belarra, prepare agenda alguna -nada hizo Belarra cuando ocupó ese cargo-, sino de satisfacer por parte de Pedro Sánchez exigencias de su aún socio de coalición, Unidas Podemos, repartiendo cargos, despachos y chóferes oficiales a los 'minoritarios'. Una reafirmación de Sánchez en el sentido de que para él sigue siendo prioritaria la alianza surgida de la moción de censura de 2018 sobre cualquier 'viraje al centro' que pudiesen preconizar las instituciones y los ministros y miembros del PSOE más moderados.
Personalmente, no me asusta ni el nombramiento para un alto cargo del secretario general del PCE -es la primera vez que ocurre desde que se legalizó el partido- ni tampoco el frentismo que, desde el otro lado, evidencia el lema 'comunismo o libertad' elegido por la candidata del PP en las elecciones madrileñas. Creo que el comunismo 'a la europea', y estoy incluyendo al bastante duro PC Portugués, para nada guarda ya los perfiles estalinistas de los viejos tiempos de la guerra fría. Y en España, de la mano de Carrillo, la verdad es que prestó un buen servicio, renunciando a su programa de máximos, para el advenimiento de la democracia. Para mí, que en el último franquismo milité brevemente en 'aquel' PCE, el comunismo es, simplemente, una tesis que se ha quedado vieja por un uso inadecuado y por la apropiación del término por parte de aprovechados que, como Pablo Iglesias, solo buscan, o buscaban, la ocupación de unas parcelas de poder. El comunismo ha envejecido mal.
Por eso, no me parecen apropiados para esta sociedad ni el vocerío frentista de Iglesias ni la búsqueda del enfrentamiento entre comunismo -primero el eslógan se aplicó al socialismo- o libertad. Me parecería mucho más preocupante un país que amaneciese un sábado santo roto a que lo hiciese rojo. Y pienso que, con o sin Enrique Santiago planificando -es un decir- nada menos que el trayecto hacia el inicio de los próximos años treinta, el peligro que España tiene de sufrir una ruptura social es mucho mayor que el de que vengan los soviets a asesinar al zar, por mucho que algunos se empeñen estos días de pasión en pregonar el absurdo.