Personaje fascinante y poliédrico como pocos, Juana I de Castilla ha irradiado siempre un magnetismo especial. Su delirio sin nombre por la muerte del esposo amado, el fantasmagórico cortejo con el cadáver de éste por los campos castellanos y su encierro de décadas en Tordesillas, ha sido objeto de historiadores, pintores, cineastas y creadores literarios. Acaba de ver la luz una pieza inédita en castellano sobre Juana la Loca de uno de los más importantes narradores del primer tercio del siglo XX: Jakob Wasserman, austriaco de origen judío que gozó del fervor popular en su país, siendo a menudo comparado nada menos que con Feodor Dostoievski.
La editorial Mármara publica Doña Juana de Castilla, una obra breve pero intensa cargada de un enorme lirismo, conmovedor en no pocos pasajes, y en la línea del romanticismo que impregnan muchas de las novelas de corte histórico que se publicaron en aquellos años. Wassermann (1873-1934), autor de Los judíos de Zirndorf o El caso Maurizius, fue un gran apasionado de la cultura española, y a esta dedicó varias narraciones, como la que se acaba de editar por primera en castellano.El libro fue publicado en el año 1906 y aunque narra los hechos históricos a través de los personajes que los protagonizaron, todo esa pasado por el tamiz de su imaginación: así, algunos los inventa y otros los transforma. Pero su relato resulta fascinante: el libro es por momentos pura literatura gótica, aterradora y cuasi fantástica en algunos de sus pasajes.
Una obra que es a la vez oscura y humana por cuanto indaga en el alma atormentada de la reina castellana desde aquella infancia en la que fue instruida para vivir según los demás dispusieran, hasta su encierro superior a los cuarenta años en una celda del castillo de Tordesillas, perdida ya la razón. «Su corazón aniquilado y espantado siguió hundiéndose en la noche. Su sangre corría presa de un extraño calor. Podía temblar de impaciencia al ver las estrellas, y llevarse la mano a los labios abiertos para gritar. Apenas necesitaba dormir. Lo que decía sonaba hostil y confuso», escribe el autor.Entre medias, claro, el capítulo nucleas en la vida de la hija de los Reyes Católicos: su matrimonio con Felipe El Hermoso.
En su afán fabulador, Wasser señala a la Juana como la autora de la muerte de su esposo. Comida por los celos, sugiere que fue ella quien envenenó al Felipe para después precipitarse por el abismo oscuro de la locura, representado especialmente en aquel alucinante viaje por la paramera castellana (que el autor extiende por distintos territorios de Europa) con su féretro y un cortejo fúnebre que es una de las imágenes históricas más escalofriantes y lúgubres que se pueden imaginar.
Fantasmagórico cortejo.
«Juana prefería los lugares en llano, donde su mirada podía abarcar la lejanía, antes de tenderse junto a Felipe para un breve sueño. No le gustaba tener flores cerca, por temor a que un fugaz olvido pudiera privarla de sus sentidos. No indicaba ningún rumbo, porque así le parecía como si Felipe ordenara la dirección y el camino.Le daba igual ir hacia el Este, el Oeste o el Norte, con tal de que los días se deslizasen hacia el futuro. Mientras el mundo latía en vano contra su cerrado oído, ella acumulaba vida en su pecho», anota Wasserman a propósito del alucinante viaje.
Es un texto romántico y escrito con tal emoción y sensibilidad que conmueve. Llega su autor a escribir que Juana ordenó introducir en el féretro un reloj sobre el pecho del cadáver para tener la ilusión de que lo que escuchaba no era el tic-tac sino los latidos de su yerto corazón. Así lo recoge en este pasaje estremecedor luego de una parada en aquel espectral itinerario: «Se encerró en sus aposentos para no ver más que a su muerto, y no oír nada más que el engañoso batir del mecanismo de relojería. Entre engaño y visión, era presa de un espasmo que era a medias dolor y a medias goce.tebía que ser mujer para amar a Felipe, hombre para volver a engendrarlo a él, y madre para poder volver a darlo a luz. Tenía que recrear en aquel cuerpo ya completo infancia y juventud, llenar el ojo que despertase de todos los recuerdos, no olvidar nada de lo que hace y sostiene la vida de un rey; por eso tenía que ser él mismo, para que hubiera unidad entre el Felipe de antaño y el del futuro y, lo mismo que la culpa, todo aquel espantoso estado de inexistencia quedara borrado de su alma».