El cabildo y la francesada (y II)

ESTHER PARDIÑAS
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Los generales y mariscales franceses. Las relaciones entre las nuevas autoridades invasoras y la Iglesia burgalesa fueron muy tensas y estuvieron salpicadas de desafíos y de desencuentros

Grabado de Waring de la puerta del Sarmental en el s. XIX.

Continuando con las relaciones del cabildo con los mariscales y generales franceses que recalaron en Burgos, en su mayoría como gobernadores generales, y una vez solventado el contratiempo del cuadro de la Magdalena con el gobernador de Castilla, D'Armagnac, vino a esta ciudad Paul Thiébault. Lo primero que solicitó este general al cabildo en 1 de febrero de 1809 fue la lista de todos los miembros del cabildo que no habían regresado a la iglesia después de las batallas de Gamonal y la de Vitoria, porque este hecho les convertía en traidores al nuevo régimen. El cabildo, que no tenía más remedio que obedecer, presenta la lista, pero incluyendo en ella a bastantes de sus miembros apuntados como enfermos, con sus correspondientes certificados médicos: Pedro Martínez de San Martín, tesorero; Manuel Remírez, arcediano de Lara; Ignacio González Bárcena, maestrescuela; y Félix Cayetano Mañueco, por citar solo a algunos de los que excusaron su regreso de esta forma, para evitar que se les considerada traidores y poder obedecer a otros fines destinados a debilitar el poder de los franceses desde fuera de Burgos.

Es Paul Thiébault el encargado de que el cabildo acuda a Madrid a prestar el juramento de fidelidad a José Bonaparte, según la orden del 16 de enero de 1809 de Napoleón, que mandaba a todo pueblo ocupado por los franceses mayor de 2.000 habitantes enviar una diputación al evento. El general, preocupado por el decoro y el boato, exigió al cabildo que asistiera en carroza, lo que supuso que el cabildo tuviera que pagar por los que asistieron más de 50 reales por persona y día. 

El general Thiébault ordena hacer los enterramientos en el camposanto de San Agustín.
Con motivo de la muerte del canónigo Miguel Ruiz de Rufrancos al cabildo se le planteó otro problema. Paul Thiébault, muy motivado con el reformismo, higiene y adecentamiento de las ciudades, había prohibido que las inhumaciones siguieran haciéndose en las iglesias para evitar epidemias, ordenando que todos los cuerpos se enterrasen en el cementerio situado frente al convento de los agustinos. El cabildo instaló el cadáver en la capilla de Santiago y suplicó que al menos se le permitiera enterrarlo en el cementerio del claustro de la catedral, ya que no se le consentía en ninguna de las capillas. Como tampoco lo consiguió, solicitó el entierro en una de las dos ermitas del cabildo, la de San Miguel o la de San Lázaro, pero finalmente tuvo que sepultarlo en el camposanto de San Agustín.

El general gobernador de Castilla Paul Thiébault.El general gobernador de Castilla Paul Thiébault. - Foto: DB

Otro disgusto se llevó el cabildo con el arresto del canónigo Vicente Simón de la Puente, ordenado por el gobernador Thiébault, por no vestir el hábito que por edicto se había impuesto a los eclesiásticos, y atreverse a ir de paisano, por lo que se le había considerado un espía. Tuvo que ir el arzobispo Manuel Cid y Monroy con una diputación capitular a interceder por él y meses más tarde se llega a un acuerdo con el general para que los eclesiásticos lleven esencialmente corona abierta en la cabeza, cuello clerical y en la catedral levita talar.

Con motivo del cumpleaños del rey José Napoleón, el 19 de marzo pidió Thiébault la celebración de una misa con Te Deum y un sermón. El cabildo accedió a la celebración de la misa, puesto que no le quedaba otra, pero en cuanto a la pronunciación del sermón repuso muy oportunamente que no había nadie en la iglesia que lo pudiera hacer lo suficientemente digno como la ocasión lo requería.

También visitó el general Thiébault el archivo de la catedral, y se quedó prendado del documento de la Carta de Arras del Cid. Como cuenta Anselmo Salvá, este general admiraba sobremanera la figura del Cid y fue el que se encargó de recoger los huesos que quedaban del saqueado San Pedro de Cardeña y trasladarlos a un monumento fúnebre en el Espolón. El 10 de abril de 1809 el cabildo encargaba al anticuario Facundo de Porras Huidobro la realización de una copia en latín y castellano de la Carta de Arras, para entregársela como regalo al general francés. 

En lo que no conseguía tenerlas todas consigo el general Thiébault era en organizarle al cabildo las celebraciones litúrgicas. Los generales franceses solían asistir a ellas, e incluso Bessieres hizo colocar un oratorio en el lugar donde se alojó durante su estancia en Burgos y tuvo como capellán personal a Eugenio Gómez Alfaro. Thiébault asistía casi todas las mañanas con su mujer a una misa en la catedral; para ello solicitó que siempre que acudieran se tocara el órgano durante la celebración y de ello encargó el cabildo al organista Plácido García Argudo. Pero cuando el general pidió que se pusieran dos reclinatorios y unos bancos en la capilla mayor para su oficialidad, el cabildo no accedió; tirando de sus estatutos y basándose en las costumbres de la iglesia, contestó que eso era imposible. Cuando el 15 de agosto pide el general la celebración de una misa solemne con Te Deum a primera hora, el cabildo accede, pero no sin antes haber celebrado la misa festiva de Santa María en su hora habitual. 

No obstante, en otras ocasiones era el cabildo el que tenía que transigir y el 27 de noviembre de 1809 tuvo que pagar una letra de 20.000 reales para amueblar el palacio arzobispal, que ocupaba el invasor, y porque se esperaba la próxima visita de Napoleón. Mientras, el arzobispo Manuel Cid y Monroy residía en la casa de Niños de Coro, en las habitaciones del maestro de capilla. También había insistido el general en que hubiera chimeneas francesas en los alojamientos de sus oficiales principales.

Varios tesoros catedralicios se sacan de la ciudad con el Regimiento de Voluntarios de León.
El 23 de marzo de 1810 se destapa uno de los episodios quizá más novelescos ocurridos en la catedral. Este día el fabriquero Ramón María de Adurriaga expone y descubre ante todos los capitulares lo ocurrido el 5 de noviembre de 1809, a pesar de la vigilancia y celo de los generales franceses, con el secreto y ayuda de varios miembros de la catedral se habían empaquetado diversas alhajas de oro y plata, reliquias y joyas de la catedral para sacarlas de la ciudad, y evitar de esta manera su saqueo y profanación. A estas alhajas se habían sumado por el mismo motivo las del duque de Osuna, Francisco de Borja y Pimentel, que había huido del sur de Francia, donde se hallaba retenido, y había sido declarado enemigo de la corona francesa y española por Napoleón. Las joyas que pudieron salvar los de Osuna las había custodiado en Burgos el canónigo Tomás de la Peña. Todo este tesoro debidamente disimulado en una caja salió de Burgos con el encargado de la Caja del Regimiento de Voluntarios de León, cruzó las líneas enemigas y se entregó a un habilitado del ejército español, que lo sumó a la intendencia de las tropas españolas mientras eran perseguidos por el ejército francés, hasta que llegaron a Galicia. Una vez que evacuaron los franceses esta zona se dejó el tesoro bien custodiado en las inmediaciones de La Coruña. 

En 1810 -por eso se destapó la historia- el juez de policía reclamaba los tesoros de la casa de Osuna, que caída en desgracia perdía una tras otra todas sus posesiones, y se arrestaba al mayordomo de la catedral Antonio Carcamo, a su sobrino Antonio Gómez, que había partido con el tesoro junto al habilitado del ejército, y al mayordomo de la casa de Osuna, como principales implicados en la desaparición del tesoro, aunque había más involucrados. 

Las pesquisas e intentos de recuperar estos tesoros por varios lugares se dilató en el tiempo sin que se obtuviera nada. El 8 de noviembre de 1811 el cabildo tenía que responder al intendente Domingo Blanco de Salcedo sobre su paradero, sin que ninguna de las partes hubiera averiguado nada nuevo. Sin que se supiera exactamente, parecía que las alhajas habían ido de un lado a otro, que se habían guardado en León, y que interceptadas finalmente por el ejército francés en la retirada se habían llevado a Valladolid. En 6 de abril de 1813 aún continuaba el cabildo, esta vez con la intención clara de recobrarlas, haciendo averiguaciones, y nombró al penitenciario Manuel Fraile y al lectoral Manuel Callejas y Verdejo como diputados para que se acercaran a Palencia y Valladolid a tratar con las personas que habían guardado las alhajas y se enteraran si el 1 de marzo de 1813 habían pasado de nuevo por Burgos, esta vez aprehendidas por el ejército francés que se las llevaba en su retirada. Las alhajas no se recuperaron y aún en 17 de septiembre de 1821 Ramón de Villanueva, portero de la catedral que renunciaba ya a su plaza por su avanzada edad, recordaba el suceso y escribía al cabildo, probablemente para conseguir algún beneficio en su jubilación, «…en tiempo de los mayores apuros… (habiéndome elegido el cabildo para desempeñar una misión demasiadamente arriesgada…) supo sin titubear un momento abandonar su casa, exponer su persona y aún su vida, sin que solicitase otra recompensa que aquella que le proporcionó el haber servido y sido útil (al cabildo) en circunstancias tan lamentables».

Será el general Dorsenne, ya en 1811, quien imponga las celebraciones por el aniversario del nacimiento del emperador Napoleón, y quien mande pagar al clero de la ciudad y cabildo de la catedral 110.000 reales para los gastos del vestuario y equipamiento de la Guardia Cívica, exceptuando en el reparto a Francisco Arribas, arcediano de Burgos, porque era el capellán de la guardia y decidido afrancesado e ilustrado. Y ante el conde Dorsenne tendrá que enviar el cabildo una diputación el 24 de diciembre de 1811 para rebatir una delación contra el arzobispo, acusado de haber enviado 180.000 reales a uno de los jefes de las bandas guerrilleras. Pedían la absolución del arzobispo y amablemente se perdonaba al calumniador.

El 22 de junio de 1813 Antonio Ramírez, jefe político de la provincia, anuncia al cabildo la derrota de las tropas francesas en las cercanías de Vitoria, la conquista de un botín de 60 cañones, equipajes y hasta del carruaje donde José Bonaparte I huía a Francia, la captura de multitud de prisioneros, la evacuación de Valencia y la toma de Tarragona por las tropas aliadas; y pedía al cabildo, esta vez, en nombre del general Francisco Javier Castaños, la celebración de un Te Deum cantado y el repique de campanas para el 24 de junio a las nueve de la mañana por el restablecimiento de la monarquía de Fernando VII.