La importancia de la labor de un vigilante de seguridad reside en el hecho de que completa la función de los cuerpos policiales con su presencia en lugares donde habitualmente éstos no pueden llegar. Eso se ha visto claramente desde que llegó la pandemia, especialmente en espacios públicos donde habitualmente se concentra un mayor número de personas, como los supermercados. Estos días, los profesionales de estas empresas tienen que estar mucho más alerta, si cabe, pues a su trabajo cotidiano se une ahora el control y vigilancia de que todo el mundo cumple con rigor las medidas de distanciamiento social y de higiene. Unas normas que poco a poco los burgaleses han ido interiorizando hasta lograr un respeto generalizado.
Alba Calahorra, empleada de Prosegur, explica que su trabajo en sí no ha variado, pero sí lo que se encuentra en los lugares que recorre. Ella realiza una vigilancia itinerante por espacios propiedad del Ayuntamiento, como los centros cívicos, los mercados de abastos o la estación de autobuses. «Estás acostumbrada a llegar a la terminal y verla llena de gente, de coches de línea. Ahora está desierta, no hay prácticamente movimiento más allá de los que tienen que irse por motivos laborales», describe.
Por lo general, Calahorra asegura que el cumplimiento es total y apenas se ha encontrado a personas quebrantando la norma, salvo alguna que otra excepción: «La concienciación es total, incluso en las medidas de distanciamiento. Y eso que es lo más difícil, porque instintivamente a todo el mundo le puede pasar que se acerque a otro más de la cuenta o que toque algo sin necesidad».
Esa costumbre, tan difícil de olvidar en una sociedad como la española, de darse la mano o de mostrarse amable con los demás es lo que, a juicio de esta vigilante de seguridad, más va a costar a medida que pasen las semanas. «Ya no lo digo solo por mi trabajo. Es evidente que, sobre todo en los mercados, hay veces que tienes estar pendiente porque algunos se acercan más de la cuenta al mostrador, aunque no lo hagan aposta. Cuando les adviertes lo entienden perfectamente. Eso nos va a pasar a todos en nuestra vida privada», sostiene.
Resulta curioso escuchar cómo Alba relata sus visitas a unos centros cívicos vacíos, sin vida y sin el bullicio de antes de que llegara el coronavirus. «No ha cambiado mucho», matiza, «salvo porque dentro no hay nadie». Sus rondas rutinarias para comprobar que no se han cometido actos vandálicos o que no hay ninguna tubería dañada que haya provocado una fuga son el pan nuestro de cada día.
«Los primeros días hubo más nerviosismo, pero por la incertidumbre de no saber qué va a pasar, como puede tener cualquier otra persona», responde a la pregunta de si ha vivido momentos duros a lo largo de este último mes y medio. «Lo peor es el miedo a contagiarte y llevarlo a casa. A veces tenemos que estar lejos de los que más queremos y tener un cuidado especial», añade.
Lo cierto es que el riesgo que corre un vigilante de seguridad es muy similar al de un policía o un bombero, salvo que, tal vez, esté algo más invisibilizado. «Al principio la gente nos miraba con algo más de respeto, puede que por llevar un uniforme, pero creo que cada vez han ido valorando mucho más nuestro trabajo. No dejas de estar de cara al público, igual que otro cuerpo policial, y las personas son conscientes de que asumes un peligro. A mi me han llegado a agradecer mi función», subraya.
En el caso de Alba Calahorra, la incertidumbre está anclada en su vida tanto a nivel personal como laboral. No en vano, va a tener que estar muy pendiente de perder costumbres arraigadas en nuestro día a día y recordárselas a los demás. «Tendremos que estar alertas porque el objetivo es que no haya otro repunte», sentencia.