Toda la culpa la tienen esos nutricionistas yanquis que un día salieron en la tele sosteniendo que, con o sin sed, hay que beberse dos litros de agua diarios si no quiere uno despedirse de este desalmado mundo antes de tiempo. Desde entonces la tropa ha atribuido propiedades milagrosas a la costumbre de hidratarse a todas horas, hasta generar una obsesión que ha adquirido tintes a veces ridículos. El personal no se despega de su botellín de plástico bajo ninguna circunstancia, así asista a la representación de una zarzuela como concurra a unas oposiciones a notarías, pues de lo contrario la existencia toda se le tornaría insoportable; y los departamentos de mercadotecnia de las grandes embotelladoras se han ocupado de convertir en tendencia las opciones más extravagantes: los hay que se pirran por el agua de sabores, contradiciendo la propia esencia del líquido en cuestión; otros la exigen volcánica, subterránea o de origen glaciar; y algunos lechuguinos están dispuestos a desembolsar una cifra extravagante si se les asegura que les están sirviendo un buen vaso de agua de mar, tan alcalina ella, que les remineralizará el organismo a base de bien.
Todo ello ha rebajado, a ojos de los ciudadanos más obedientes de los dictados de la moda, la relación de virtudes del agua del grifo de toda la vida, salubre, ecológica y de cómodo acceso, a tal punto que ayuntamientos como el de nuestro robusto poema tallado en granito se han visto impelidos a disparar el recibo del agua corriente hasta dotarla de un precio de prestigio que atraiga a los consumidores que se identifican con un estatus social más exclusivo. Solo así se explica que un servicio municipal que ha ganado un millón y medio de euros entre enero y marzo y que cuenta con un remanente superior a los 26 millones, capaz de incrementar los salarios de su personal con insólita munificencia, haya resuelto subir la tarifa un diez por ciento en 2024, hasta persuadirnos de que, efectivamente, por nuestras cañerías fluye un artículo de lujo. Al fin y al cabo, se dirán algunos, esa misma jugada le salió de perlas en su día a don Louis Vuitton.