Está todo carísimo. El aceite esta caro, el alquiler está caro, las frutas son caras, pero si hay algo que está realmente caro es ser buena persona. La bondad si que está cara, sale carísima.
Hace poco leía a una columnista de uno de los grandes periódicos de nuestro país que decía que el gesto más elevado de una cultura era la bondad. Venía a decir que a lo máximo que podíamos aspirar era a demostrar nuestra grandeza haciendo alarde de ella en forma de hechos. Mostrar la dirección y forma de nuestra evolución a través del ejercicio de hacer siempre lo que resulte óptimo en términos comunes y no pensando poniendo el filtro a través del ego.
Si llegáramos a este punto esto no vendría a resaltar una cualidad aislada de un individuo que se ha levantado proclamándose a sí mismo generoso sino que retractaría un indicativo de que el entorno en el que se desenvuelve dicho individuo no es hostil, es productivo y por tanto no tiene sentido llevar una dinámica defensiva en la forma de relacionarse con él.
Si nos fijamos, que el conjunto de una población sea en esencia 'buena', denominando así genéricamente a esa fórmula de conducta positiva, es un triunfo colectivo y no uno individual, un pico altísimo en el que se habría llegado a poner la bandera gracias a un esfuerzo prolongado y continuado en el tiempo, transmitido de unos a otros, coetáneos y coévos.
Por otro lado, la otra cara nos dice que es difícil conservar el deseo de prosperar y de formar parte de esa prosperidad en una sociedad en la que abunda el ego y cuesta encontrar referentes cuyos propósitos de vida sean mantenerse fuertes y servir de referente. Está carísimo servir bondad donde la fuente de energía de unos es precisamente la caridad de otros. Hay que ser perseverante para no ser parte del pasto sino de aquellos que coronan la cima porque las vistas seguramente tengan que ser gloriosas.
Carísimas, impagables.