«No veo ruinas; en mi memoria el pueblo sigue lleno de vida»

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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Celiano García Barriocanal reivindica el pasado y la dignidad de Valdearnedo, icono de la despoblación, frente a quienes frivolizan con lugares como este pueblo deshabitado en el que nació, creció y fue feliz

Celiano García, en las eras de arriba, con el caserío de Valdearnedo a sus pies y Las Torcas al fondo. - Foto: Patricia

A Celiano le gusta llegar a pie, como casi siempre, salvo que ahora lo hace sin prisa ni preocupación, recreándose en el paisaje cincelado durante millones de años por el aire y por el agua; un paisaje que también ha modelado su vida y dado forma a sus recuerdos. El camino que serpea hacia la vaguada está escoltado por alcores de formas tan sugerentes y extrañas que parecen evocar la orografía de algún planeta imaginario; también podría ser el resultado del capricho de un dios creativo que, un buen día, amaneció decidido a volcar su ingenio en esculpir una fantasía. Es una mañana de cielo rabiosamente azul, un lienzo apenas salpicado por unos pocos brochazos de nubes blancas. Celiano se acerca a su pueblo con la emoción contenida, y donde cualquiera contemplaría un caserío fantasmal, una abigarrada ruina de piedras vencidas, madera y maleza, él está viéndose corretear con sus amigos por las callejas que ya no existen, borradas para siempre por las zarzas y los muros desmoronados; está viendo a su padre arrear a los machos camino del establo o a su madre regresando del horno comunal con aquel pan que duraba quince días; está viendo a Valeriano, a Agripina, a Pascual, a Fermina, a Saturnina... 

Todo es silencio en el despoblado de Valdearnedo; de Las Torcas, como se llama el imponente y singular paraje en el que se enclava la aldea, rezuma el agua hacia lo más profundo de este valle tan hipnótico como escondido de La Bureba. Celiano, 70 años, asiste con tristeza y rabia al estado en el que se encuentra su pueblo; pero su memoria, nítida, es toda una elegía, una declaración de amor por el lugar en el que nació y creció; donde fue feliz pese a la dureza de los tiempos, pese a la escasez de tanto. Se rebela Celiano García Barriocanal no contra la realidad -que es obstinada y aplastante- de que el suyo sea, desde hace cuarenta años, un pueblo deshabitado, como tantos de los que, por desgracia, salpican toda la geografía burgalesa. Se rebela contra el cliché, contra el arquetipo, contra la superficialidad de un pueblo vacío más de la España despoblada, ese objeto que ahora persiguen con ahínco tanto curiosos como apasionados de los lugares deshabitados. En este pueblo hubo vecinos, hubo vida, hubo juegos, hubo escuela, hubo trabajo, hubo alegrías, hubo penas. Hubo latido.

Ya sólo quedan los recuerdos de quienes lo habitaron, las viejas fotografías a las que también va ajando el tiempo. Pero somos memoria. Todo es memoria, y Celiano es la de su pueblo, la evocación constante y luminosa de Valdearnedo. Sonríe frente a lo que un día fue el horno mientras sostiene una instantánea en la que se le ve, en ese mismo lugar, hace más de media vida, montado sobre un caballo, como un John Wayne de la paramera castellana; en ese lugar que era el sitio de reunión de pequeños y mayores, cuando aquello. Su relato es apasionado y preciso: dibuja para nosotros las calles y callejas que hoy están conquistadas por espesos e insondables zarzales; señala el desventrado edificio que fue la escuela; las ventanas ahora abiertas al aire y al cielo de la que fue su casa; se adentra en los establos y pajares desgranando anécdotas de infancia y juventud, de travesuras y duro y esforzado trabajo, porque había que echar una mano, siempre, bien con el ganado -sobre todo las ovejas y las mulas-, bien con la tierra -con el trigo, con la cebada, con los yeros-; con lo que fuera menester.

Celiano posa en el mismo lugar en el que se tomó una foto a caballo a los 17 años.Celiano posa en el mismo lugar en el que se tomó una foto a caballo a los 17 años. - Foto: Patricia

Es el suyo un testimonio que no puede ni debe perderse. Para el que no debe existir olvido: cita los nombres de todos y cada uno de los vecinos que conoció; cuenta este torquino cómo iban en mula, con carga, a Lences o a Arconada; que su pueblo, y los del entorno, fueron importantes en la cría de ganado mular, tan fundamental. Celiano y su familia dejaron Valdearnedo «el día 2 de enero de 1979», recuerda con precisión. Con un padre mayor y con achaques, se hacía imposible permanecer allí, en un pueblo al que jamás llegó al agua corriente ni la luz eléctrica. También se cerró la escuela, y la tropa menuda se veía obligada a ir a Poza. La familia García Barriocanal se instaló en Briviesca; Celiano marchó a estudiar y a trabajar a Madrid, donde hizo su vida. Ya jubilado, vuelve siempre que puede a la tierra lo que vio nacer. «Cada vez que regreso siento mucha emoción y mucha paz. Aunque cuando entro en el pueblo me da mucha pena. Hay calles a las que ya ni siquiera se puede acceder», admite.

Mira Celiano en derredor, y musita como para sí mismo cuanto ven sus ojos: el Alto de Cerezo, el de Cerro La Horca, el de Las Raposeras, el camino de La Horadada, el de Melgosa, el Torco del Chorcón, los Cerrillos... Maravillosa toponimia que jamás debería perderse. «Fui feliz aquí», subraya. Celiano llegó a conocer hasta doce casas abiertas en Valdearnedo, incluyendo la que habitó una familia procedente de Zamora. No ha olvidado momentos maravillosos, que se repetían cíclicamente, como la fiesta de la matanza, que se prolongaba durante dos días. «Venían de Arconada, de Lences, de Tobes, de Quintanarruz...».A él, cuando acababa el jolgorio, le gustaba subirse a las eras desde las que se domina todo el caserío, tenderse en la hierba «y escuchar el silencio, hasta que se oía la cencerra de las ovejas».

La calle Encimera, la calle Real, la calle Bajera... Apenas son visibles. Infinidad de recuerdos asaltan a Celiano en su regreso a Valdearnedo, como los viajes con el trigo que llevaba en una talega de más de cien kilos a lomos de una burra hasta Lermilla por un sendero bien exigente. «Había que tener mucho cuidado, porque si se te caía la carga no iba a pasar nadie que te echara una mano». La casa de la maestra, que encierra una historia trágica acaecida en la Guerra Civil, una historia de represión y muerte, se asoma al camino que conduce hacia la iglesia, donde Celiano hizo la comunión. Es un precioso templo, ejemplo de románico burebano, esquilmado, arruinado. Le duele hasta entrar en ella. «Estoy viendo ahora mismo cómo nos tiraban los confites y peladillas cuando se bautizaba a algún niño.

A Celiano le gusta llegar a su pueblo andando, como hizo siempre, entre Las Torcas.
A Celiano le gusta llegar a su pueblo andando, como hizo siempre, entre Las Torcas. - Foto: Patricia

Recuerda Celiano que, en el cementerio anejo a la iglesia, aún permanece, herrumbrosa, la cruz de la sepultura de una niña del pueblo fallecida un mes de abril. «Su hermano y yo cogimos flores de peral para colocarlas en la tumba». Se sabe de memoria cada punto del entorno en el que cogía nidos de aves, y baja a la fuente, de la que yo mana agua, para evocar cómo a diario la recogían en cántaros para el consumo del hogar. No le ha bastado el paseo por la memoria a Celiano García Barriocanal, que se queda merodeando por su pueblo. «No veo ruinas ni fantasmas, sino un pueblo lleno de vida». Lo dice con amargura, claro. Pero le queda eso: el consuelo de la memoria. La mañana ha ido llenándose de luz, que parece desparramarse por Las Torcas como un caudal de agua. Regresa el silencio a Valdearnedo, que sólo quiebra Celiano cuando apoya su cachava en el camino de tierra seca. Nadie las ve, pero él siente que está rodeado; que le acompañan en su caminar un par de mulas y varias ovejas.