Se nos echa ya encima el puente de la Constitución Española (o de la Purísima, según se mire) mientras unos y otros no paran de tironear de las páginas de nuestra pobre Carta Magna por ver si logran arrebatársela al enemigo ideológico. Y lo cierto es que, a despecho de las celebraciones y solemnidades de rigor que nos aguardan el miércoles, la única noticia que nos ha devuelto por un instante el genuino aroma de 1978 la publicó ayer este periódico: resulta que retornan a la zona sur de la capital burgalesa los delitos de las viejas crónicas quinquis, los de las navajas automáticas, y las jeringuillas, y los palos a las farmacias, y el Talbot Horizon puenteado, toda esa imaginería de marginalidad arrabalera que creíamos encerrada para siempre en las toscas películas de Eloy de la Iglesia y de José Antonio de la Loma y en las casetes de gasolinera de Los Chunguitos.
El Jefe del Estado invocó hace unos días el espíritu de la Transición, aquella época, acaso idealizada, en la que palpitaba la aspiración compartida por casi todos de construir una democracia efectiva y la necesidad de entendimiento y de respeto para sacar adelante un país que se enfrentaba entonces a todo tipo de dificultades. Y resulta que, entre insaciables ansias separatistas, gruesas acusaciones de autocracia dirigidas contra el Gobierno y estupefacientes añoranzas del franquismo, lo único que parece conservarse de aquella época ilusionante, a tenor de las informaciones que recibimos últimamente, es precisamente el fenómeno que constituyó su mayor fracaso: el drama de delincuencia y drogadicción que ocupaba la cara B del destello multicolor de la Movida y de la imagen de modernidad y sofisticación que entonces España se afanaba por transmitir al exterior.
Que la presidenta de la Comunidad de Madrid, por poner un ejemplo, haya decidido celebrar el aniversario de la Constitución, teórico marco de convivencia de los españoles, desairando al Gobierno de la nación y excluyéndolo de los actos oficiales que ha organizado, habla elocuentemente de la enfurecida realidad que nos toca sufrir y del escaso talante democrático que nos va quedando. Y lo peor es que, como parece ocurrir con los quinquis, va a resultar imposible acabar con todo ese encono.