Inma Gómez se dio cuenta enseguida de que a su hijo mayor, Martín, le pasaba algo. Lo notaba «muy hipotónico, muy blandito» y que «no evolucionaba». Algo que corroboró cuando, a los tres meses, una amiga tuvo un bebé y observó la diferencia en la evolución de uno y otro, a pesar de que Martín era mayor. Compartió sus temores con el pediatra «y otros médicos» y, al final, a ella le diagnosticaron depresión postparto. Pero sobre el niño, nada. «Seguí insistiendo, porque se le ponían las manos azules, era muy estreñido y con seis meses no se daba la vuelta, no balbuceaba, no se mantenía sentado, tenía muchas bronquitis...», recuerda, subrayando que todo se aceleró cuando, a los nueve meses, fueron al pediatra y, dado que Martín no se sentaba, los derivó por fin al HUBU. Tras la primera visita, el neuroneonatólogo fue sincero: «Me dijo que no sabía lo que tenía, pero que algo tenía. Y que lo llevara 'ya' al centro base [para la valoración de la discapacidad] y a terapias, porque tenía el desarrollo de un bebé de un mes».
Nueve años después, Inma Gómez es una experta en síndrome de Pitt-Hopkins: la enfermedad muy rara que le diagnosticaron en Madrid a Martín, con dos años, unas cuantas idas y venidas del HUBU al hospital madrileño 12 de Octubre, así como decenas de pruebas, genéticas y otras. Hasta que el test de las «ultrarraras» puso nombre y apellidos a lo que le sucedía al crío. «Cuando le diagnosticaron, la incidencia de Pitt-Hopkins era de un caso por cada 4 millones de nacimientos, ahora es de uno por cada 23.000», explica Gómez, matizando que no hay más enfermos, sino diagnósticos atinados. «Hace años se consideraban autismos severos o síndromes de Angelman, porque no había más pruebas para precisar», dice Gómez. Así, cuando ella tuvo que empezar a 'especializarse', en España solo había otra familia en su situación y, ahora, la asociación que los aglutina a todos estima que hay unas setenta.
El diagnóstico de Martín reveló que el origen era genético, una mutación espontánea del gen TCF4, que está en el cromosoma 18. Pero lejos de sentir alivio por tener algo en claro, Inma recuerda el momento como de puro pavor: «Estaba a punto de dar a luz a mi segundo hijo y esto no se ve en amniocentesis, biopsias coriales, test cromosómicos... Así que me moría, ¿iba a nacer igual?». La respuesta es no, dado que la mutación de Martín es aleatoria, no hay -o no se conocen aún- factores de riesgo. Su segundo niño, Mateo, nació bien y crece según lo habitual. «Cuando tienes un hijo con discapacidad estás en estado de alerta permanente, con preocupación constante y, de repente, pasas por otro camino, que es la maternidad típica. Ayuda a sanar y a darte cuenta de que no hay diferencias entre la madre del niño neurodiverso y el neurotípico. Martín no es mi héroe; son los dos quienes me salvan cada día», dice.
Porque el hecho de tener una explicación al porqué no significa que el camino sea fácil; al revés. La asociación que aglutina a las familias de afectados de Pitt-Hopkins explica que el gen TCF4 «desempeña un papel esencial en el desarrollo del sistema nervioso», así que la mutación provoca «un retraso en el desarrollo, problemas respiratorios y apneas mientras está despierto, convulsiones, epilepsia, graves problemas gastrointestinales, falta de comunicación verbal y rasgos faciales distintivos, problemas motores, además de ansiedad, TDAH y trastornos sensoriales».
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