Racimos infinitos, de rojo más intenso según avanzan los días en el calendario, cuelgan de los cerezos del paraje de Las Paderuelas, en Covarrubias. Este año el clima ha acompañado, salvo en fincas donde las flores de estos frutales se rindieron a las heladas de abril, y se prevé una recolección próxima a los 100.000 kilos que viene un poco adelantada. Al olor dulzón que van dejando a su paso Alberto y Manuel con unas cajas colmadas le acompaña otro, el de la nostalgia, el del algo que pudo ser y que se quedó en el camino. Ellos son dos de los pocos productores que quedan en la villa rachela. Lo hacen por hobby, por amor a una tierra donde estiman que se han abandonado el 70 por ciento de los cerezos a su suerte.
Atrás quedan aquellos años donde la cereza fue un motor económico importante en la villa rachela. «Suponía un extra sustancial para muchas familias y algunas vivían de ello en exclusiva, ya que además de la venta del producto se generaba una actividad en torno a ello, como el trabajo de tener que labrar, sulfatar, podar, injertar... Todo eso se ha perdido», relata Alberto Ortega, que recuerda cómo conserveras de Plasencia o de la zona de Calatayud venían para comprar su producto «fundamentalmente para darles un uso industrial, en repostería, hostelería o para elaborar mermeladas».
¿Qué ha sucedido para que una oportunidad haya pasado casi a ser un recuerdo? La falta de relevo generacional unida a la escasa rentabilidad de este cultivo es una de las causas, también el hecho de que Covarrubias sea un minifundio, no exista concentración parcelaria y, por último, que no se haya dado el paso de crear una cooperativa o colectivo para fomentar la transformación de las cerezas y poder competir en el mercado. «Antes un señor podía vivir con 150 cerezos, ahora necesitaría muchos más para poder hacerlo. Si no hay rentabilidad no se puede invertir, y tampoco puedes hacer inversiones para 20 árboles porque no obtienes rendimiento. Poco a poco se ha ido abandonando y así se ha llegado a este declive», relata con la añoranza del medio millón de kilos, o más, que hace décadas se recolectaban.
Alberto, Manuel, Leonor, Ramón Pilar, Cayo, Domingo, Ontañón, Jesús o Ezequiel son 'los últimos de Covarrubias', las caras visibles de la cereza en la villa. Gracias a ellos, y a su esfuerzo movido por el corazón y con sus antepasados en sus pensamientos, los consumidores todavía pueden disfrutar de ella. Estos días es fácil toparse con alguno de ellos, alrededor de una quincena, al cobijo del arco del Archivo del Adelantamiento de Castilla. Este lugar emblemático, una de las entradas al casco histórico de la localidad medieval, es el sitio que utilizan para dar salida a su producto a través de la venta directa. Allí, recién cogidas, Pilar Cano ofrece algunas a los turistas que pasan bajo él. En su caso, la cereza corre por su sangre. Su padre, Cirilo, fue uno de los más emblemáticos productores de la villa. «Venían cuadrillas de portugueses a ayudarnos con la recogida. Él vivía esta época con mucha ilusión», recuerda emocionada.
fuera del mercado. La mujer asegura que recolecta a «dos manos» y que antes la cereza «tenía mejor salida porque se pagaba más». Y ese es otro de los problemas. «Es un producto que gusta mucho, pero no tenemos forma de comercializarla, la cereza de Covarrubias está fuera del mercado», comenta Alberto, que en su caso vende el producto en su hotel e, incluso, ofrece la recolecta como actividad. «Este año los árboles están muy cargados, pero nadie va a venir a comprar los 1.000 ó 2.000 kilos que se podrían recolectar al día, lo primero, porque tampoco hay mano de obra para que lo haga», lamenta Alberto, que reconoce la difícil salida a través de los fruteros. «Se exige que cumplan con un calibre, y aquí no llegamos. A la industria tampoco le interesa comprarnos, ya que para hacerlo necesitan adquirir mayor cantidad de kilos para que les sean rentable».
Para dar salida también a esta rica fruta el Centro de Iniciativas Turísticas de Covarrubias instauró hace más de tres décadas la Fiesta de la Cereza, que se celebra a mediados de julio. «Entre esta cita y la venta directa en la calle no se vende ni el 50% de lo que producimos», explica Manuel Arroyo, uno de los pocos que aún mima sus cerezos. «Ya no hay nadie joven, la mayoría son de 60 años para arriba, dentro de poco, lo que aún queda, estará abandonado por completo», relata.
Con una sonrisa recibe Leonor a los visitantes en la puerta de su casa, donde sobre un banco exhibe las cerezas. Ronda los 80, como su marido Ramón, y presume de los más de 400 cerezos que posee. «Somos los que más variedades tenemos, 9 diferentes», dice la mujer, natural de Contreras y que recuerda cuando iban a vender a localidades como Ahedo, La Revilla o Pinilla de los Moros. «Conservo clientes de estos pueblos, pero ahora vienen ellos a comprarlas», cuenta mientras invita a probarlas.
Para obtener un buen producto hay que cuidar a los árboles, que dan de media entre 80 y 100 kilos. Tienen que podarlos (de ello depende el grosor del fruto), pasar el hilo para retirar las hierbas junto a su tronco o suministrarles abono o sulfatos. Esas son algunas de las labores que implica, otras se escapan de los productores y tienen que ver con la climatología. «Puedes atenderlos mucho, que viene una helada y te fastidia la cosecha», recuerda Manuel, algo que les ha sucedido de forma reiterada los últimos años. «En la última década hemos recogido en condiciones tres temporadas, y esto es por el cambio climático», comenta Alberto, que recuerda que ya se ha recogido la variedad de burlat, en breve se recolectará la summit y la lapins, y dentro de unos días la monzón y la lampe, estas dos últimas, las más tradicionales de Covarrubias.