La vereda que asciende entre enebros y pinos es umbría. Canta el agua, saltarina, en el regato. Hay un trinar de pájaros y un lento pasar de nubes. La cabaña parece escondida, como mimetizada entre los árboles. Es de madera y se asemeja a un refugio de montaña. Todo es paz a media mañana en Sedano, más aún allí, desde la altura en la que se asienta esa construcción que no es una más del bello caserío del pueblo: en su interior fueron creadas algunas de las obras más importantes y trascendentes de la literatura española contemporánea. Esa cabaña es el obrador de un genio llamado Miguel Delibes, el escritor que hizo de lo castellano algo universal, el hombre que encontró en este paradisiaco rincón de Burgos su lugar en el mundo. «Sedano es mi pueblo y no por la casualidad de haber nacido en él, sino por decisión deliberada de haberlo adoptado entre mil», escribió en el libro Vivir al día. Cuando su hijo Germán abre la puerta de este espacio sagrado, por ella salen el Nini y el tío Ratero; Azarías, Paco y la Niña Chica; sale el señor Cayo, y también Cipriano Salcedo, y ese maravilloso trío en busca de un camino que sonGermán el Tiñoso,Roque el Moñigo yDaniel el Mochuelo.Así que la estancia se queda vacía, y sobrecoge y emociona ese interior en silencio.
Impresiona porque está intacto, exactamente igual que como lo dejó el maestro, fallecido hace ya catorce años. Ahí siguen, colgadas de un perchero, sus viseras de cazador, pescador y ciclista. Ahí permanecen sus libros en las estanterías: Steinbeck, Baroja, Capote, Rilke, Matute, Gironella. Están los recuerdos que fue acumulando a lo largo de su vida, desde rarezas que le traía su hijo Miguel de sus viajes por el mundo a objetos que le apasionaban: la maqueta de un barco, un monumental hongo que un día encontró en el tronco de un haya, dibujos, pinturas, fotografías, aperos... En una esquina, una cocina a la antigua usanza en la que alguna vez hizo chocolate para su prole: están mudos los cazos, las cucharas, los calderos de cobre. A su lado, varias cachavas con las que se acompañaba en sus últimos años cuando salía de paseo.
Un sillón, sillas, una mesa camilla, un banco corrido. Los visillos de las ventanas tamizan la luz, que se filtra con mimo y va a posarse al lugar que domina la estancia. Es el escritorio. Una mesa de nogal sobre la que hay un candil, un flexo, un bote con dos bolígrafos y la pequeña fotografía de una mujer hermosa, sonriente: Ángeles de castro, el amor de su vida, la señora de rojo que en esta mañana de julio no posa sobre un fondo gris, sino que lo hace proyectándose en el verde rabioso de las copas de los árboles que hay al otro lado de los ventanales. Conmueve que los Delibes hayan mantenido este lugar tal cual lo dejó el escritor. Un gesto de amor, un homenaje a la memoria del autor de El camino, Las ratas, El disputado voto del señor Cayo, El hereje, La mortaja, Los santos inocentes,Diario de un cazador y tantas y tantas obras maestras.
Germán y su mujer, Pepi, están llenos de recuerdos luminosos de este espacio en el que, disciplinado, se encerraba todas las mañanas don Miguel. Pasaba entre cuatro y cinco horas escribiendo, siempre a mano, en unas cuartillas amarillentas que procedían siempre de los restos de las bobinas de papel con las que se imprimía El Norte de Castilla, periódico del que llegó a ser director después de haber sido dibujante y articulista. Pionero del reciclado, un gran ecologista. GermánDelibes abre uno de los cajones del escritorio y saca varios tochos de esas cuartillas que no llegó a emborronar nunca. Encuentra, también, el manuscrito de una reedición de Aún es de día que no llegó a revisar nunca.
En la cabaña Delibes escribía y vivía: tras la estantería principal hay un cuarto con una cama y un baño. Tiene Germán, que es uno de los siete hijos del escritor, un recuerdo vívido de cuando ya la prole había aumentado considerablemente (esto es, una legión de nietos). Como la gran casona familiar se encuentra abajo y la primera que tuvo el matrimonio Delibes-De Castro se halla arriba, era habitual que por el sendero que separa la una de la otra desfilaran todos, y la cabaña está en el medio de ese camino. Que nadie se piense que el creador estaba ensimismado, abismado en sus cuartillas: le encantaba saludar a todos.«Levantaba la cabeza y les hacía un gesto.Le gustaba mucho».
Durante cincuenta años, Miguel Delibes escribió en este templo sus obras. «Es aquí donde le cundía. Empezaba a las nueve de la mañana y hasta las dos y media no salía.Era muy disciplinado. Para él no había ni sábados ni domingos. Siempre decía que quizás otros tuvieran facilidad para la escritura, pero que él prefería que la inspiración le pillara trabajando», explica Germán. Las tardes eran otra cosa: se daba un baño en la piscina, leía, paseaba, cogía la bici, se iba a cazar o a mojar la caña al Rudrón, jugaba al fútbol o al tenis, pegaba la hebra con alguno de los vecinos... Los veranos de los Delibes eran Sedano. Y Sedano era los Delibes: siempre que desembarcaban era celebrado en el pueblo incluso a través de artículos de prensa. Cuánto amor destila Sedano porDelibes. «Él llamaba a este lugar su cabaña y a la primera casa, el refugio, que se hizo a la manera de aquellos que había visto en un viaje que hizo a Los Andes.La casona vino después.Como le daba vergüenza tener un espacio para él solo, llegó a meter una mesa de ping pong, sobre la que también escribió».
Rezuman amor y pasión las palabras de Germán por su progenitor. «Aquí lo escribió todo.Y fue feliz», subraya. «Nos hemos sentido siempre sedaneses. Todos nosotros adoramos Sedano.Mi infancia y mi juventud han transcurrido aquí. Nos ha gustado a los hijos, a los nietos», apostilla. Ese es otro de los legados del escritor: el vínculo eterno de los Delibes por Sedano. Estos días están sólo Pepi y Germán, pero en las semanas venideras irán llegando otros miembros de la gran familia. La presencia de Ángeles en la cabaña es total y absoluta: además del retrato que hay sobre el escritorio, uno más reposa sobre la mesilla, junto a la cama. Y hay una preciosa fotografía del matrimonio en el centro de biblioteca; no puede ser casualidad que se encuentre junto a otra de Antonio Machado y de su esposa, Leonor. Dos historias de amor eternas.
Va entrando la luz cada vez con más fuerza por los ventanales de la cabaña, territorio mítico de Sedano, de Burgos, de Castilla y León, del mundo. El escritorio en el que Miguel Delibes eternizó una forma de vida ya extinguida -esa Castilla que tanto amó y honró de la mejor manera posible y que ya sólo puede encontrarse en sus libros- proyecta un destello acerado. Ser de un lugar o de otro no constituye virtud ni mérito alguno. A uno le nacen en tal o cual sitio sin que medie su concurso. Más tarde, claro, se puede amar el terruño donde se vio la luz primera, donde uno creció y se hizo persona. Pero el verdadero orgullo de sentimiento por un territorio, sea físico o sentimental, es el que uno elige cuando tiene la capacidad de hacerlo.
Delibes eligióSedano como su reducto, como su espacio vital. Jamás podría comprenderse ni la vida ni la obra del escritor castellano sin la influencia poderosa, magnética y telúrica de este pueblo burgalés y su comarca. Delibes será siempre la voz de Castilla, el autor que mejor y con más realismo supo contar -a la vez que lo universalizaba- su esencia, fundamental en la existencia de los que él siempre consideró sus heroicos pobladores, y eso que en su literatura no hay héroes, sino supervivientes adaptados tantas veces a un terreno hostil: los personajes de sus obras más rurales están absolutamente condicionados por el entorno geográfico. Se trata de seres aferrados a la tierra y tan imbricados en ella que conforman un mismo universo, un cosmos agreste en el que las fuerzas se igualan alcanzando así un azaroso equilibrio; criaturas sencillas, en ocasiones elementales, sometidas a la dureza de una forma de vida y un paisaje que son su destino, donde la violencia o la ternura son accidentes en el tránsito existencial, sucedidos inexorables de la gran tragedia
Cierra GermánDelibes con mimo la puerta de la cabaña, a cuyo pie, durante décadas, hubo un rosal que don Miguel cuidó con esmero pero que se acabó secando. Hace meses que Germán plantó uno nuevo. Lo mira con ternura y orgullo.
Ha prendido.