A Alonso de Salazar y Frías me lo presentaron en la Catedral de Burgos. En el transcurso de una de las Conversaciones que tiene como sede el maravilloso templo gótico y que estoy ansioso de poder retomar. Reconozco no haber sabido nada del personaje hasta que la escritora Elvira Roca y el catedrático Jaime Contreras, que resultó ser tan paisano mío que es del pueblo de al lado, me hablaron de él. Desde aquel día no he dejado de intentar saber cada vez más de su persona y su hacer y está en algún pliego de intenciones en dedicarle algo de mayor enjundia a su memoria. Porque el personaje tiene para novela y película. Y para dos también.
Recuerdo que aquel día, colgado con nostalgia en el recuerdo, los nombres de dos inquisidores sobrevolaron la impresionante capilla de los Condestables de Castilla de la Catedral de Burgos. Los dos eran nacidos en la capital castellana.
El uno era de metirijillas, el de ficción, pero muy famoso y cuya impronta es total, Jorge de Burgos, es el arquetipo impreso en la retina del mundo y en la nuestra por la leyenda negra, el terrible monje ciego y fanático creado por la pluma de Umberto Eco en El nombre de la rosa, y a quien todos le ponemos rostro por el genial volcado al cine de Jean-Jacques Annaud. Un inquisidor de libro, tenebroso y asesino, español, claro, dominico, faltaría más, y encima de Burgos.
Alonso de Salazar y Frías, inquisidor y abogado de las brujasPero resulta que el de verdad, el que si fue de carne y hueso pero no tuvo Umberto que lo escribiera, fue Alonso de Salazar y Frías, y este sí que nació de veras en Burgos, en 1564. Lo hizo en el seno de una familia hidalga, con origen mercader en el negocio de la lana, su padre y su abuelo fueron ya letrados y él fue enviado a estudiar a Salamanca, donde se graduó como bachiller a los 20 años. Las buenas relaciones familiares y su inteligencia, que no había pasado desapercibida para el obispo Francisco Sarmiento de Mendoza, catedrático, le llevaron a formar parte del séquito de clérigos que le acompañaron a Jaén. Cuatro años más tarde, fue consagrado sacerdote y prosiguió sus estudios obteniendo en la Universidad de Sigüenza, que la tuvo, la licenciatura en Canones. En 1590, era ya canónigo. Y mano derecha de Sarmiento para defender los pleitos del cabildo en Madrid, donde obtuvo importantes éxitos.
A la muerte de su protector, ocupó la sede episcopal Bernardo de Sandoval y Rojas, pariente cercano del Duque de Lerma, el poderoso valido de Felipe III, que tuvo en mucho su valía y cuando fue nombrado arzobispo de Toledo e Inquisidor General lo llevó con él y como ya había ejercido de procurador ante la Corte, lo nombró inquisidor para el Tribunal de Logroño (1609) contra las brujas de Zugarramurdi y Salazar y Frías entró en la Historia.
Cuando Salazar llegó, el proceso ya estaba en marcha y sus dos compañeros y antecesores tenían la sentencia dictada. Él discrepó de sus métodos y votó en contra de una sentencia de muerte, la de María Arburu, a la que logró salvar, pero no pudo o no se atrevió a hacer más y firmó junto a ellos. El burgalés se arrepentiría de por vida de haberlo hecho. En el Auto de Fe de 1611, seis murieron en la hoguera, cinco se salvaron de la pena máxima al serlo solo en efigie y 19 alcanzaron el perdón y fueron reconciliados. Las dudas tras ello se agrandaron aún más en el ánimo de Alonso, cada vez más convencido de haber cometido una terrible injusticia.
Porque, además, lejos de calmar la histeria, el Auto de Fe desató una fiebre por la caza de brujas en toda la región que se materializó en miles de acusaciones. Alonso de Salazar, cada vez con más dudas sobre la culpabilidad de los condenados, arrepentido y consternado por lo que estaba sucediendo, decidió, apoyado por el obispo de Pamplona, trasladar al Consejo de la Inquisición sus preocupaciones, y este le ordenó viajar al Pirineo e intentar esclarecer lo sucedido. Inició su viaje, que duraría ocho meses, por las montañas, los valles ocultos y los pueblos perdidos desprovisto de prejuicio, buscando la verdad. Los hechos y las pruebas que logró consiguieron poner fin a aquel terror y aquella histeria desatadas.
Una histeria que, en realidad, había empezado al otro lado de las montañas, en la parte francesa, y luego contagiado su fiebre al sur de estas, donde un terrible juez, Pierre de Lancré, ya llevaba en 1609, antes de iniciarse el proceso de Logroño, quemadas vivas cerca de 80 personas entre brujos y brujas, cifra que iba a aumentar hasta superar las 600 en tan solo un año y a poner las bases de muchos otros procesos que seguirían llevándolas a la hoguera en Francia durante todo un siglo.
Alonso de Salazar regresó de su periplo con 1.802 confesiones y una certeza: «No hubo brujos ni brujas hasta que se habló de ello». Más de 1.000 de estos supuestos brujos tenían menos de ocho años y no halló prueba de la existencia de poderes sobrenaturales algunos. Ni de que volaran por el aire, ni de que mataran con tan solo una mirada, ni que pudieran colarse por el ojo de una cerradura o convertirse en cualquier animal a su antojo. Así que escribió con aguda ironía que, capaces de tales hazañas, «si las brujas existieran la ley debería reclutarlas para el Rey en lugar de perseguirlas», pues con tales poderes sería invencible.
Falsas acusaciones
Lo que en verdad había hallado Salazar era miedo, superstición, denuncias falsas y un estado de alucinación colectiva. En cada pueblo acudían a él gentes en tropel, autoinculpándose, muchos de ellos niños, confesando que un vecino los llevaba de aquelarre y que ellos mismos eran ya expertos brujos. Venían muchachas a cientos afirmando que en sueños las había poseído y desflorado el diablo. Las hizo mirar por matronas, y todas las doncellas, menos una, seguían siéndolo. Otros se le acercaban para retractarse de la confesión previa que habían hecho llevados por las torturas en sus pueblos a manos de sus vecinos, y muchos más acudían para ser reconciliados y perdonados, mientras otros se autoinculpaban para de inmediato pedir confesión y retractarse y así protegerse de futuras denuncias, en muchos casos hechas para arrebatarles sus tierras o por simple venganza. Los supuestos ungüentos preparados con entrañas de recién nacido, sangre de sapo y semen de ahorcado fueron certificados por galenos y boticarios como simples cocciones de hierbas. Él mismo probó, en su perro primero y luego en su persona, venenos que se decían matarían a 1.000 personas con un solo frasco, y dejó anotado que ni siquiera había sufrido dolor de tripas.
Regresó con la conciencia dolorida, convencido de que había contribuido a quemar inocentes y de que las brujas no existían sino en la imaginación de las gentes y en la mente de algunos inquisidores, que se lanzaron contra él por decirlo.
Alonso de Salazar inició su particular combate. Escribió un memorial sobre todo e intentó hacerlo llegar a la máxima autoridad inquisitorial, pero sus cartas fueron interceptadas por sus dos compañeros de Tribunal, que le acusaron de estar poseído por el demonio. No cejó. Finalmente, logró hacer llegar su Informe al Inquisidor General su amigo el arzobispo Sandoval y Rojas, en el que demostraba la nula fiabilidad del juicio, la ausencia de pruebas, las contradicciones y la falsedad de las acusaciones.
Tras la revisión del caso, propiciada por él, y ordenada por el Consejo de la Suprema Inquisición, abjuró de la sentencia que él también había firmado al considerar que se había cometido una «terrible injusticia» y escribió con enorme sinceridad y arrepentimiento:
«Cometimos culpa el tribunal… [al no reconocer] la ambigüedad y perplejidad de la materia. Cometimos [defectos] en la fidelidad y recto modo de proceder… en que no escribíamos enteramente en los procesos circunstancias graves… ni las promesas de libertad que les hacíamos y otras sugerencias para que acabasen de confesar toda la culpa que queríamos, reduciéndonos nosotros mismos a escribir solo para llevar mayor consonancia de hacerlos culpados y delincuentes. Tanto que también por esto dejamos de escribir muchas revocaciones».
Consiguió la victoria, la de la razón frente al delirio. En 1614, el Tribunal Supremo de la Inquisición acepto sus tesis y promulgó el Edicto de Silencio para acabar con las delaciones, las acusaciones y las envidias. Estableció una serie de cautelas y garantías: no aceptar confesiones bajo tortura o de niños. Se desacreditó el medieval Malleus Maleficarum, que había sido el manual seguido hasta entonces por el Santo Oficio sobre brujería y que se basaba en leyendas y casos sin confirmar. En la práctica consiguió medidas que supusieron la abolición de la quema de brujas en España 100 años antes que en el resto de Europa y que dieron fin en nuestro país a los grandes procesos por brujería. Las acusaciones, desde entonces, se saldaron con absoluciones o penas simbólicas. Salazar pudo afirmar que a poco la calma reinaba en todo el Pirineo navarro, y la propia inquisición paralizó en 1616 un proceso civil iniciado en Vizcaya que evitó fuera quemada ninguna bruja. Cien años antes que en el resto de Europa. Mientras, en Francia se seguirían quemando a cientos cada año, y en centroeuropa, en especial en Alemania, a miles, llegando a sobrepasar allí las 40.000 víctimas mortales. De la locura que siguió asesinando en Europa a incontables mujeres inocentes se salvaron en gran parte los países mediterráneos, y en concreto España. Gracias a Salazar, al buen inquisidor burgalés, el de verdad, solo hay recogidas documentalmente, y en España siempre se documenta burocráticamente todo, hasta lo peor, 59 ejecuciones de brujas.
Sin embargo nuestra imagen, la que está impresa en el mundo y en nuestras propias mentes, no es esa. Sino toda la contraria. Nosotros somos, y casi en exclusiva, los quemadores mundiales de brujas en la hoguera. Los hechos y la Historia han sido vencidos por el relato falso, la leyenda negra, la propaganda y el sambenito de un pecado original que soportamos sobre nuestras espaldas y que no cesa ni hoy mismo sino que a cada tiempo se recrudece. Es el del arquetipo de Jorge de Burgos, el terrible y fanático inquisidor asesino creado por la imaginación de Umberto Eco, que nada quiso saber de Alonso de Salazar sino de un tal Guillermo de Baskerville, tan de ficción como el letal ciego al que convierte en héroe, y encima interpretado por Sean Connery. Pues no. Ese tenía que haber sido Salazar. El bueno era en realidad el de Burgos.
Ideal de justicia y razón
Reconozco que yo no lo conocía y supongo que muchos de ustedes tampoco. Este es el principal objetivo de esta serie y este retablo de personajes. Alonso de Salazar y Frías es un faro del racionalismo y la ciencia en la rigurosa y supersticiosa España de la época. Así lo han reconocido grandes investigadores y autores actuales, como es el caso del danés Gustav Henningsen, amigo y colega de Jaime Contreras, que en 1980 publicó El abogado de las brujas, considerado uno de los mejores libros sobre brujería en España. Antes también había recordado su figura Julio Caro Baroja en Las Brujas y su Mundo.
Destaca en el hombre que primero intenta ser justo, pero además aplica un método, entonces pionero, de poner la ciencia y la prueba por delante de los mitos y las creencias, la racionalidad en suma a la metafísica. Y no le falta algo que aparece no pocas veces en sus escritos y que denota su aguda inteligencia, su sentido del humor ante las supercherías:
«Volar a cada paso una persona por el aire, andar 100 leguas en una hora, salir una mujer por donde no cabe una mosca, hacerse invisible a los presentes, no mojarse en el río ni en el mar, estar a un tiempo en la cama y en el aquelarre, luchar las imágenes como personas sensibles, las apariciones continuas que han tenido de Nuestra Señora y que cada bruja vuelva en la figura que se le antoja y alguna vez en cuerpo o en mosca con lo demás referido, es superior a cualquier discurso».
Hoy parece algo muy obvio, entonces y si no había un Salazar y Frías de por medio, podía acabar contigo en la hoguera.
Alonso de Salazar y Frías murió en Madrid en el año 1636 siendo fiscal y consejero del Tribunal de la Suprema Inquisición.