Adentrarse en la Sima de los Huesos es mucho más que sumergirse en las entrañas de la Sierra de Atapuerca. Es retrotraerse en el tiempo, al menos 500.000 años. Un lugar mágico, que guarda los tesoros más preciados de la Evolución Humana, al ser el mayor yacimiento de fósiles humanos de la historia. Un tesoro que descansa a 60 metros de profundidad durante todo el año. Todo el año salvo el mes de julio, que coincide con la campaña de excavaciones de los investigadores. Durante esas pocas semanas, la Sima de los Huesos recibe a unos moradores que, siempre, por estas fechas, miman cada centímetro de tierra en busca de los hallazgos más preciados. En esta ocasión, la pequeña cavidad perdida en el fondo de la Cueva Mayor ha tenido la visita de unos desconocidos. Unos privilegiados como un redactor y un fotógrafo de Diario de Burgos, que el pasado martes estuvieron acompañados del equipo que encabeza el codirector de los yacimientos de Atapuerca, Juan Luis Arsuaga. Dos miembros del periódico que conocieron, de primera mano, el tesoro mejor guardado y más inaccesible.
La Galería del Silo es uno de los sitios más espectaculares en el recorrido hasta llegar a la Sima de los Huesos. - Foto: DB/Alberto Rodrigo Acompañamos durante una mañana a las ocho personas que cada día descienden a la Sima de los Huesos, un lugar escondido que nos convierte, más que en meros observadores, en medio aventureros o medio exploradores. La ropa para acceder a ese lugar inhóspito nos delata. Buzos, ropa de abrigo, botas de agua, guantes, cascos provistos de luz y un cinturón de arnés. En un primer momento, cuando comienza el recorrido desde el Portalón, estos aparejos parecen excesivos, pero al poco tiempo están más que justificados. Todo es poco, cuando «entramos en otro mundo», en palabras de Arsuaga, y pasamos un umbral que nos adentra en la cueva, a donde no llega la luz natural.
A lo largo de cerca de una hora y por un camino de un kilómetro, transitamos junto al codirector de los yacimientos de Atapuerca, Ana Gracia y Arantza Aramburu. Contemplamos atónitos cada una de las galerías que forman el complejo de galerías denominado Cueva Mayor, uno de los más largos de la Cuenca del Duero. La oscuridad es total e impide ver nada si no es con ayuda de las linternas instaladas en los cascos. Tras un angosto paso -el primero de muchos-, nos topamos con la Sala del Coro, una caverna enorme con unos techos altísimos. Luego vendrán las galerías de las Estatuas y del Silo, con agujeros en el suelo que servían para acumular el grano durante muchas épocas históricas. Entre medias, algunas paradas para las explicaciones. Tal vez, no solo para eso sino también para que nuestros cuerpos, poco acostumbrados a ese hábitat, se familiaricen con el medio. Un medio donde, en las entrañas de la Sima de los Huesos, escasea el oxígeno.
La pregunta es inevitable en un lugar así: ¿qué piensa uno mientras se dirige al principal yacimiento de Europa? Arsuaga reconoce que en el camino que lleva hasta la Sima suele pensar en otro tipo de cosas que no están relacionadas con el trabajo que va a desempeñar. Él y los otros componentes de la ‘expedición’ se conocen cada palmo de la galería, aunque la luz -incluso para ellos- se hace imprescindible para moverse en el complejo kárstico, muy resbaladizo por la humedad.
Recorremos las galerías medio agachados, en cuclillas o de rodillas, pero llega uno de los puntos más problemáticos para el redactor y el fotógrafo. Toca franquear una estrecha gatera, donde en un primer momento uno duda que pueda pasar una persona. Seguimos las instrucciones de nuestros guías por un día y procedemos a tirarnos al suelo y abrazar con la barriga, en sentido literal, la piedra. El corazón se contrae por un momento y el cuerpo experimenta una sensación desconocida de agobio y claustrofobia. Surgen dudas por si habrá más ‘trampas’ o nos tocará sortear pasos diminutos similares pero se disipan al instante al acceder a una sala enorme, Cíclopes. Además, no hay vuelta atrás porque nos dicen que ya queda menos para llegar a la Sima, que podríamos llamar la Capilla Sixtina del yacimiento y que se perfila como el primer enterramiento de la Humanidad.
Cíclopes fue un lugar escogido por los osos para hibernar, que pertenecían a una especie que se extinguió hace más de 120.000 años. Tenemos a la vista, gracias a la luz eléctrica, el pasillo que se dirige a la Sima de los Huesos aunque toca ser paciente. La espera se hace eterna pero sirve para recordar los inicios de Juan Luis Arsuaga y su equipo en Atapuerca.
El codirector llegó al yacimiento burgalés en 1983 y no fue hasta 1985 cuando bajó a la Sima. «Las primeras campañas fueron duras porque nos dedicamos a sacar en mochilas piedras, roca caliza y sedimentos alterados de su interior», precisa. Era la única manera de realizar, después, una excavación sistemática y rigurosa para acceder a los niveles que podían estar intactos. De ahí que Arsuaga pose feliz y sonriente sobre «nuestra» montaña de piedra que está junto a la Sima de los Huesos.
No solo hay recuerdos del trabajo arduo, que agotaba a unos jóvenes investigadores, sino que vienen a la mente las dudas sobre el trabajo que realizaban en esa cueva de Atapuerca. «Los expertos miraban escépticos a las galletas -pequeños restos de fósiles humanos- que habíamos rescatado del yacimiento. Pensaban que éramos unos ‘frikis’ cuando algunos arqueólogos y paleontólogos nacionales e internacionales bajaron a la Sima de los Huesos», reconoce.
Asegura que había algo que les obligaba a seguir trabajando en ese lugar. «Teníamos fe en que íbamos a encontrar restos importantes», precisa el hoy codirector de Atapuerca. Añade que los científicos tienen mucho de exploradores. «Nuestra labor consiste en experimentar», afirma. Y el experimento resultó.
Hasta 1990, habían encontrado cerca de 400 fósiles humanos, pero eran fragmentos muy pequeños -dientes y falanges- donde apenas podía extraerse información. Pese a ello, suponía una barbaridad al ser un número que superaba a cualquier yacimiento de su época. Pero la ‘explosión’ llegó en 1992, con la aparición de dos cráneos -el 4, bautizado como ‘Agamenón’ y, sobre todo, el 5, ‘Miguelón-, que permitió colocar a Atapuerca y a Burgos en la actualidad científica mundial.
Explicaciones que nos impacientan, aún más, por conocer ‘in situ’ el lugar de donde salieron esas joyas. Todo se hace desear porque estos tesoros están en una pequeña galería ciega, en cuyo extremo se encuentra una sima de 4 metros de diámetro y de 14 metros de profundidad. El último escollo es el descenso, en el que hay que hacer uso de los arneses para bajar por una minúscula escalera de metal.
El primero en ‘sumergirse’ es Arsuaga, al que le sigue el fotógrafo del periódico, el redactor y, por último, Ana Gracia. La bajada añade más emoción y nervios a la visita. En breve, todo se disipa ante un escenario mágico pese a que se trata de una sala de apenas 7 metros de largo por 3 de ancho. Por fin, estamos y podemos pisar -con mucho cuidado- el mayor yacimiento de fósiles humanos.
La luz de los cascos ya no es necesaria porque hay luz eléctrica. En la Sima de los Huesos está el estadounidense Rolf Quam, que está a la entrada de la cueva y en la zona alta, pero unos pasos más adelante nos esperan Alejandro Bonmatí y Noemí Gala, que estudian la estratigrafía de una parte del yacimiento. La visita con Arsuaga se detiene en ese punto, intrigado por los restos que están a la vista. Saca su puntero láser y se mete de lleno en su labor de paleontólogo. Al codirector le intrigan los diferentes colores de arcilla, mientras que uno centra su atención en los huesos de oso que sobresalen de la tierra y donde unos días atrás apareció una cabeza de esa especie.
Una vez en su interior, uno se siente un privilegiado. Un lugar donde Diario de Burgos es testigo de los vestigios de la Historia, bueno, la Prehistoria. Desde finales de los años 80 del siglo pasado, ningún medio había visitado la Sima de los Huesos. La semana pasada, el montañero Jesús Calleja rodó en su interior el programa de televisión de Cuatro ‘Desafío Extremo’.
También se entiende el empecinamiento de los codirectores en impedir el acceso a la Sima de los Huesos. No hay espacio para moverse ni para estar de pie y los desplazamientos son posibles gracias a unos tablones que hacen las veces de una plataforma suspendida sobre unos andamios.
El tiempo, qué curiosidad en un lugar donde hay tantos millones de años acumulados, pasa muy deprisa allí abajo y uno se pierde absorto ante tanto detalle. Detalles que no pasan desapercibidos para los arqueólogos, biólogos o paleontólogos que allí trabajan un mes. Allí, pasan una media diaria de entre 4 y 5 horas, que les cunde poco. Es lo que tiene estar en un yacimiento que conserva los fósiles mejor conservados del Homo heidelbergensis y que toda persona puede contemplar en el Museo de la Evolución.
Llega el momento de dejar la Sima de los Huesos y mientras subo por la escalera, enganchado a una cuerda, pienso en el maravilloso lugar elegido para descansar 500.000 años.