Es una mañana tranquila en la Cafetería Casa La Vega, pero el goteo de clientes que entran y salen es constante porque es la hora del almuerzo. Fidel Díez conoce a todas las personas que entran en su establecimiento situado en las puertas de la Barriada Inmaculada y en el ambiente se palpa esa cercanía reforzada en el día a día. Ese es, precisamente, uno de los puntos fuertes de los bares de barrio, cuyo futuro a medio plazo es incierto.
Con 30 años de experiencia en el sector de la hostelería, Díez ve la línea de meta cerca. Ya ha hecho cálculos y su planteamiento pasa por ceder el testigo a lo largo de este año. Con todo, se mantiene a la espera de los acontecimientos porque no tiene claro qué va a suceder y asume las dificultades que plantea esta cuestión.
«Cuesta bastante que la gente joven coja un bar. Por ejemplo, ahora las rentas de los locales son altísimas y en los barrios no podemos subir los precios de la misma manera que hacen en el centro. No podemos competir con eso y yo lo he hecho después de tres años», explica, para subrayar la tendencia a la baja comprobada con el paso de los años por la situación económica actual.
«La gente no tiene dinero como antes. A veces me llegan quejas por los precios y yo lo entiendo, pero llega un momento en el que no queda más remedio porque si no solo trabajaríamos para comer», matiza este profesional.
¿Entonces, existe una salida de futuro? Fidel Díez tiene clara la realidad de este tipo de negocios de siempre. «No veo que los jóvenes apuesten por esto. Es mucho más fácil ir a una fábrica», lamenta, para recordar que la hostelería es un trabajo «muy esclavo».
El responsable de la cafetería Casa La Vega tiene claro que el desarrollo de los acontecimientos supone una «involución» para un modelo clásico que trata de sobrevivir apoyado en la fidelidad de la clientela habitual y con el impulso de una buena ubicación cerca de colegios o de centros de trabajo. Mientras tanto, para Fidel llega el momento de dejar paso con la esperanza de que llegue savia nueva.