Cuando, a finales del sigloXIX, Vicente Lampérez llegó a Burgos para convertirse en el hombre que restauraría la Catedral, ya era un renombrado arquitecto con experiencia en intervenciones de edificios medievales: había dirigido las obras de rehabilitación de otro templo gótico, la seo de León, con espléndidos resultados. Es cierto que su desembarco no fue observado en la Cabeza de Castilla con la confianza que acreditaba su trayectoria: cualquier asunto referente al templo metropolitano siempre levantó suspicacias entre los burgaleses. Se cumplen ahora cien años de la muerte de este arquitecto madrileño, que dejó honda huella en Burgos no sólo por sus intervenciones en la capital: también realizó obras icónicas -el colegio Niño Jesús, el Círculo Católico de la calle Concepción o el edificio Mercurio de la plaza Mayor-, además de dejar su huella en otros inmueble históricos de la capital, como son la Casa del Cordón o el Instituto López de Mendoza.
«¡Qué personalidad tan saliente, tan compleja y al propio tiempo tan abierta la del insigne arquitecto! (...) Difícil es decir qué cualidades destacaba sobre todas. Era su talento clarísimo, su percepción rápida, su palabra insinuante. Era sobre todo, en el orden intelectual, un trabajador infatigable que, sobreponiéndose a los constantes achaques de una naturaleza enfermiza, realizaba una labor titánica, sin cesar en ella un solo día», recordaba a su muerte quien fue amigo personal del arquitecto y cronista oficial de la provincia Eloy García de Quevedo. «La figura de Vicente Lampérez, arquitecto y restaurador, historiador, profesor, académico e infatigable difusor de ideas y teorías arquitectónicas, representa uno de los más destacados hitos en la transición de la arquitectura española del siglo XIX al XX; su descomunal actividad como teórico abarcó tanto la reflexión y establecimiento de criterios de intervención en la arquitectura heredada -particularmente el patrimonio medieval-, como la formulación de propuestas para la arquitectura contemporánea», subraya Javier García-Gutiérrez Mosteiro, uno de los principales estudiosos de la obra de Vicente Lampérez.
Cuando el arquitecto se hizo con la dirección de la reforma del primer templo metropolitano en 1892, éste se hallaba en estado precario. Así lo recordaba el gran Juan Albarellos: «El claustro alto, afeado con groseros tabiques que cerraban las tracerías, y del bajo, profanado con tiendas; de las torres en que hubo que hacer apeos y donde tenían su vivienda los campaneros, y un bosque de madera sostenía las campanas; de las naves cuyas cubiertas se han rehecho y de las bóvedas, cargadas con montañas de escombro». Todo los resolvió Lampérez con maestría.También diseñó la escalinata que desciende de Fernán González a la puerta de Pellejería, y de la verja que cierra su patio.Aunque la del claustro alto y bajo fue quizás su intervención más especial, también reforzó los castillejos de las campanas, en las torres; rehabilitó la capilla de los Condestables y dejó su sello en la del Santo Cristo, donde trató de recuperar la belleza de las formas góticas, diseñando un nuevo retablo neogótico para acoger la legendaria talla.
Diseño del Edificio Mercurio, en la Plaza Mayor. - Foto: AMBULa Catedral exenta.
Entre los siglos XVI y XVII el proceso para despejar la Catedral de construcciones anejas fue evolucionando. Así, fueron derribadas varias casas que se hallaban situadas frente a la puerta de Pellejería; ya en la segunda mitad del siglo XVII quedó despejada y ampliada la plaza de Santa María tras derribarse seis casas y ser construido el muro que contiene la calle Fernán González y la subida a la iglesia de San Nicolás. Sin embargo, una construcción gigante y espantosa terminaría siendo el principal escollo en el objetivo de dejar la Catedral exenta: el palacio arzobispal, edificio que se hallaba pegado al templo en la plaza del Rey San Fernando. Éste, que había registrado numerosas reformas a lo largo de los siglos, llegó al XIX convertido en «un inmueble grandote, de conjunto irregular, con tejados de distinta altura, sin alineación siquiera en su fachada principal, asimétrica y falta de armonía, repartidos en ella caprichosamente numerosos vanos desiguales, con dos balcones de esquina cegados. No se justificaba ciertamente la conservación de tan vetusto edificio sin belleza, adosado por completo a la Catedral y que tapaba impidiendo contemplarla en una de sus visitas más admirables. Lo poco de algún valor que tenía -un par de balcones, la portada y un escudo, todo del Renacimiento-, podía salvarse muy bien a pesar del derribo. Natural fue que deseara éste todo Burgos en el siglo XIX», tal y como escribió Cortés Echanove.
Ninguna persona se afanó más en lograr este fin que Timoteo Arnaiz, alcalde de la ciudad hacia mediados de ese siglo. Hizo lo posible y lo imposible por conseguirlo, en vano. Pero con buen tino sí pudo avanzar en el rediseño urbano del entorno inmediato del templo: bajo su mandato desaparecieron modestas edificaciones no colindantes con la Catedral pero que dificultaban la contemplación de la misma, ensanchando la calle Nuño Rasura hasta dejarla convertida casi en una plaza. Otra persona esencial fue el arzobispo Fernando de la Puente, gracias al cual pudo contemplarse en todo su esplendor la portada del Sarmental después de que el prelado ordenara un importante derribo parcial de su palacio. Pero fue otro arzobispo, José Cadena y Eleta, quien asumió el sinsentido de aquel dañino pegote tras acordar en 1913 con el alcalde de la ciudad, Manuel de la Cuesta, que el Consistorio se comprometía a ofrecer una nueva sede para la residencia del prelado.
El Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes dio el visto bueno a la actuación, que fue concebida y dirigida por Vicente Lampérez. El derribo se produjo entre julio y septiembre, y José Antonio Cortés inmortalizó con su cámara fotográfica la demolición del viejo edificio, que fue seguida con verdadero interés por los burgaleses, que ansiaban ver 'su' Catedral libre de aquel yugo estrangulador. Este periódico alabó las evoluciones de una reforma urbanística que habría de cambiar por completo la fisonomía del lugar: «Por de pronto, la vista que hoy se ofrece al desembocar en la plaza del Sarmental desde el Arco de Santa María no puede ser más grandiosa y su contemplación ha bastado para convencer a algunos incrédulos y entusiasmar a muchos indiferentes. Esa grandiosidad irá en aumento a medida que avance el derribo, cuando queden al descubierto el torreón de la capilla de los Lermas, los arbotantes de la nave mayor, y la suntuosa fábrica del crucero. La Catedral ofrecerá desde la plaza un admirable golpe de vista, pero antes de que logremos contemplarlo, hay que tener paciencia, durante muchos meses, y acaso durante algunos años».
Diseño de edificio en la calle Progreso.Aunque la labor de Vicente Lampérez fue reconocida, tuvo el arquitecto la mala fortuna de toparse con la oposición de uno de los personajes más singulares y siniestros de la época, un tipo que pasó largas temporadas en Burgos, donde hizo y deshizo en demasiadas ocasiones a su antojo respecto al patrimonio artístico del suelo bendito. Respondía al nombre de José María de Palacio y Abárzuza, ostentaba el grandilocuente título de conde de las Almenas, y era una persona refinada, culta, políglota y amante del arte; sin embargo, no fue sino un embaucador y un carroñero que empleó su posición e influencia para enriquecerse haciendo negocios muy turbios con latrocinios que, sin ir más lejos, perpetró en la misma ciudad de Burgos: sustrajo valiosas piezas de la Cartuja de Miraflores que hoy se exhiben en museos del extranjero.
Respecto del derribo del palacio arzobispal, el conde de las Almenas se convirtió en el principal enemigo del arquitecto, y en la voz más crítica y sonora de lo que consideraba desatinos. Lo atacó sin piedad en artículos y libros: «¿Qué quiere ese señor que yo haga, si las obras del señor Lampérez ponen, a juicio mío y al de muchos, en ruina artística a la hermosa Catedral de Burgos? ¡Con la verja de la puerta de la Pellejería habría que quitarle el pellejo! ¡La pequeña que circunda el bulto de Cartagena es una profanación de tan hermoso monumento! ¡El cancel del Sarmental un horroroso armatoste desprovisto de arte! ¡Las vidrieras de la capilla del Santísimo Cristo son ridículamente feas, de un colorido y dibujo impropios de aquel ambiente! Las del claustro…».
Como recordaba García de Quevedo en la necrológica del arquitecto, también fue fundamental el concurso de éste en la Casa delCordón: «Estaba la Casa del Cordón condenada a desaparecer; según dictámenes técnicos, era preciso derribarla, pues no cabían en ella reparaciones. (...) Se encargó del edificio, y ahí está en pie, pregonando las glorias antiguas burgalesas de que fue testigo. En este edificio está quizá la más primorosa obra por Lampérez creada: la escalera de piedra que conduce á las habitaciones del propietario del Palacio». Suyos son también los balcones que desde entonces se asoman a la plaza de la Libertad.
El antiguo Colegio Niño Jesús lleva su sello. - Foto: AMBUUn grande.
Destaca García-Gutiérrez Mosteiro que Vicente Lampérez compaginó estos trabajos de intervención en el patrimonio con una argumentación -pionera en España- acerca del sentido y los criterios de la restauración. Imbuido de las ideas de Viollet-le-Duc, fue el primer arquitecto español que supo formular -en una prolongada serie de escritos- una razonada teoría de la restauración. Esta teoría, que caracteriza la denominada escuela restauradora, defendía -frente a la escuela conservadora- la necesidad de intervenir en el monumento siguiendo su estilo original, reconstituyendo una imagen ideal que acaso el edificio nunca llegó a tener; fue asimismo autor de numerosísimas y muy diversas publicaciones, desde las de investigación histórica hasta las de crítica arquitectónica contemporánea. «En lo que toca a la arquitectura de su tiempo, alentó, en un cúmulo de escritos y conferencias, la corriente nacionalista y neorregionalista que recorrería las primeras décadas del siglo XX. Lampérez se constituyó en verdadero propagandista de un 'estilo nuevo y racional', propio de la época y del lugar, fundamentado en la 'adaptación' -más que imitación- de lo que llamó 'estilos vivos' del legado arquitectónico español».
Como arquitecto e historiador recibió prestigiosos premios y condecoraciones, entre otros, la Medalla de Bronce en la Exposición Nacionales de Bellas Artes de 1899 por su proyecto para la Catedral de Burgos. «Su quehacer profesional, fundiendo el debate sobre el estilo en arquitectura con la investigación histórica y la práctica de la restauración, registra con elocuencia un momento particularmente activo -y fecundo- en la historia del pensamiento arquitectónico español», apostilla Mosteiro.