Habremos de admitir que, pese a la esperanza y a la confianza, pese a la fuerza impetuosa del deseo, estábamos preparados para sentir rabia, desolación, amargura, tristeza; que la posibilidad de la derrota estuvo rondando, acechando, sobrevolando como un cuervo negro toda la jornada. Sí. Estaba el runrún ahí. La mala suerte negra. El sueño esfumado. Lo de casi siempre para después tratar de sacarle algo de brillo a la dignidad de la derrota. La hubiéramos encajado con rechinar de dientes y dolor de alma, pero el mayor temor de quien esto escribe hubiese sido asistir a la frustración de una criatura cuyo entusiasmo futbolero resulta absolutamente conmovedor. Ha dormido las últimas noches con su camiseta blanquinegra. Ha soñado con la gloria sin plantearse otra posibilidad que no fuera alcanzarla. Ha visibilizado el futuro del club de sus amores, fantaseando con grandes gestas en la élite, con tardes de gloria en el Plantío; se ha visto incluso jugando al FIFA con su equipo del alma, ahí es nada. «¿Y por qué no, papá?», decía a cada rato, buscando la tranquilidad cómplice de un padre al que le temblaban las canillas cada vez que Williams ponía el turbo por la banda derecha y le llevaban los demonios cuando nuestros ataques terminaban en nada. Así que cuando Saúl Berjón envió el balón al fondo de la portería para irse derechito a la historia, y perdimos la voz gritando gol, y nos abrazamos mientras rompíamos a llorar de emoción, sentí una enorme gratitud, una sensación de felicidad plena y de paz que no estaba reflejada en la piña de los jugadores sobre el pasto de Almendralejo, ni en la bulliciosa grada de los infatigables aficionados de la Burgati, sino en el rostro dichoso y exultante de Pablo, un niño feliz con ojos burbujeantes que no paraba de saltar, de agitar su bufanda al cielo, de cantar a voz en cuello que él es hijo del frío, hincha del Arlanzón. ¡Alé, alé, alé! ¡Alé, alé, alé!