Como canta el bolero, ni Adriana ni Imane han perdido ni una chispa de su amor pese a estar separadas cientos, miles de kilómetros de la luz de sus días. Cuentan arrobadas su historia de amor, pero no despegan los pies del suelo. Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esta razón porque yo seguiré siendo el cautivo de los caprichos de tu corazón... Estos dos casos son un botón de muestra de la realidad de muchas parejas de migrantes que viven cada uno en un país. La trabajadora social Nuria Revilla, coordinadora de Intervención de Burgos Acoge, matiza que existe una amplia casuística, aunque sí aprecia un ligero descenso de estas situaciones.
El país de origen resulta determinante a la hora de hacer el petate solos o al alimón. Los latinos se inclinan por compartir aventura, e incluso embarcan en ella a la familia entera, mientras que los africanos se decantan por pasar esta singladura sin ese amarre.
«Depende de las nacionalidades. Lo normal que tenemos es que venga la familia, especialmente en población latinoamericana, cada vez hay menos personas que vienen solas y dejan a su pareja. Otra cosa es el tema de los hijos, que a veces no pueden traerlos en un primer momento al carecer de red, por lo que empiezan ellos solos la aventura migratoria.
Con la subsahariana, puede ser más frecuente que las parejas se queden en el lugar de origen o, una vez que quien viene aquí consigue estabilidad documental y de ingresos, regresen a sus países a formalizar sus relaciones y acceder así a la reagrupación familiar», disecciona Revilla a tenor de lo que ve a diario en esta organización que lleva más de treinta años de trabajo con el tejido migrante de la ciudad.
Los migrantes del África subsahariana vienen solos más que los llegados de Latinoamérica
Esa reagrupación familiar aparece como una consulta recurrente en sus oficinas. El proceso se antoja complejo. Los requisitos exigidos a nivel de ingresos y, sobre todo, de adecuación de la vivienda al número de integrantes de la familia complican la consecución de los permisos. Durante 2024, el servicio jurídico tuvo que volcarse en la presentación de recursos por las numerosas denegaciones.
«Hay trabas para poder unificar a la familia», lamenta y observa que incluso han asistido a casos en los que la familia toma la decisión drástica de enviar a uno de los hijos de vuelta al país de origen por la imposibilidad de mantener a todos los miembros.
Pero este extremo ocurre de manera ocasional. Lo normal, puntualiza la trabajadora social, es «tirar hacia adelante con lo que se tenga y que la familia permanezca unida». «Si se toma una decisión de migrar, es conjunta», reitera Revilla, quien habla, sobre todo, de los latinos.
Porque la cultura interpreta un papel clave. También en cuanto a si son los hombres o las mujeres las que más se lanzan a hacer las maletas y dejar atrás su casa.
En el África subsahariana, ellos se lanzan más, mientras que en Latinoamérica va muy a la par, con un muy leve aumento de ellas. «Las mujeres sin documentación pueden sobrevivir en empleos de cuidados y de otro tipo, que no son tanto de hombres, para luego regularizar su situación y acceder al mercado laboral. Son sectores donde pueden aumentar esos ingresos y traer al resto de familiares», dibuja el boceto general de las parejas que llegan en busca de una vida mejor.
Adriana Leal Quevedo | 35 años, Venezuela
«Él es la curita para mi corazón; si estoy triste, lo llamo y me da paz»
Más de 8.000 kilómetros separan Burgos de Utah (Estados Unidos). Más de 8.000 kilómetros se interponen entre Adriana Leal y Alexander. Las circunstancias los han convertido a los dos en inmigrantes. Se conocieron en Maracaibo (Venezuela). Primero fueron solo amigos durante un año. «Salíamos, comíamos, rumbeábamos...». Ella tenía 24 años, ahora 35. En ese tiempo, «él salió embarazado» de otra mujer y, aunque intentó formar una familia, no funcionó. Y en ese momento, Adriana se convirtió en un gran apoyo, se dieron cuenta de que se encontraban muy a gusto juntos y decidieron intentarlo. «Sí funcionó. Él es la paz y yo el torbellino, es la calma en medio de mi tormenta», cuenta y recuerda feliz su boda, «muy bonita, muy íntima».
Un mal trago los llevó a tomar la determinación de alejarse de su día a día. Eligieron Colombia, de donde procedía el padre de Adriana. Se dieron de margen dos años, pero no se acostumbraron y regresaron a casa. Él necesitaba a su hijo. Pero una vez allí tampoco veía salida. Sopesaron qué hacer. Y él resolvió trasladarse a Norteamérica en busca de un futuro mejor.
En julio de 2023, la distancia aleja a la pareja. Ella no lo acompaña porque Alexander iba en busca de su sueño atravesando el tapón del Darién, junto a su hermano y su cuñado, como hacen miles de personas al año. Era un viaje peligroso. «Gracias a Dios, lo consiguieron. Fue muy fuerte. Yo nunca pensé ir, no, no... Además, es mucho dinero. Era uno o era otro». Pasados unos meses, el runrún de irse le rondó a ella. El idioma y contar con una amiga en Burgos, curiosamente, la misma que los había presentado, le hace escoger España como destino. Y en verano de 2024 aterriza aquí.
Es muy duro estar casi dos años sin vernos, sin tocarnos; ahí la confianza no se puede perder»
No se han vuelto a ver sin pantallas de por medio. «Él es la curita para mi corazón, si estoy triste, lo llamo y me da paz, me tranquiliza mucho, por mucho que el mundo se esté cayendo», desvela sin aguantar las lágrimas, convencida de que todo pasará y de que tendrá la paciencia suficiente para aguantar. Porque sabe que las relaciones a distancia son complejas de llevar, y más en su caso, con una diferencia de ocho horas. En el móvil, lleva las dos, la española y la norteamericana. «No hemos perdido comunicación, sino que siempre estamos ahí. Se cuentan las cosas buenas y las malas, a la hora que sea», se explaya y confiesa que le cuesta esa ausencia física, no sentirle a su lado en la cama.
«Es muy duro estar casi dos años sin vernos, sin tocarnos. Ahí la confianza no se puede perder y es muy importante tener la mente ocupada, pero no te voy a negar que está la necesidad del cuerpo», sostiene Adriana, quien no se tiene por celosa, «mientras yo no me entere...», ríe. «Uno tiene que tener los pies sobre la tierra, si llega a pasar, uno debe saberlo llevar. ¿Te gustó? ¿Quieres seguir haciéndolo? Pues ya es hora (de dejarlo). Entiendo que tú eres hombre, joven, yo mujer, joven, estamos en distintos caminos y puede pasar.
De momento, estoy tranquila», se sincera y admite que sí ha habido pretendientes, pero tiene claro quién es su amor.
La llegada de Trump ha despejado las dudas del matrimonio. Aún no han decidido nada, pero España se presume mejor destino para su reencuentro, que, asegura, antes o después llegará.
Imane El Onsoly | 27 años, Marruecos
«Estar separados es muy difícil, pero tenemos paciencia»
A Imane El Onsoly se le dibuja una sonrisa en la cara sin querer con cualquier alusión a su marido, Abdo. Ese gesto la delata. También el brillo en sus ojos. Imane se instaló en Burgos hace casi tres años. Dejó su Meknes (o Mequinez) natal, una de las cuatro ciudades imperiales de Marruecos, y se vino a España en busca de un futuro mejor. Eligió la ciudad del Arlanzón porque su tía reside aquí desde hace tiempo. Un anclaje fundamental cuando se inicia una nueva vida tan lejos de la familia. Tan lejos del amor.
«Tomar la decisión y empezar es difícil, pero ahora estoy bien», relata con un casi perfecto castellano, que ha aprendido en este tiempo a orillas del Arlanzón, donde llegó con el fin de trabajar como enfermera. El pasado mes de diciembre concluyó un curso de auxiliar de enfermería en el Padre Flórez y la semana pasada otro de limpieza. Quiere trabajar. Ahora solo tiene un permiso de formación.
Sonríe entre la alegría y el pudor al preguntarle por su historia de amor. Empezó hace cinco años, con 22. Una amiga común propició el encuentro en un café. Flechazo inmediato. «Él directamente se quería casar». Y a ella le pareció bien. «La primera vez que lo vi pensé 'se ha acabado mi futuro'. Ya me veía toda la vida con él». Cupido tuvo poco trabajo en el caso de Imane y Abdo.
Tras un año de noviazgo, llegó el matrimonio por el rito musulmán. Recuerda bonito el enlace, aunque la pandemia por la covid impidió que organizaran el bodorrio soñado. «No pude hacer una boda grande, fue solo con mi familia, muy pequeña», ilustra esta joven de 27 años que muestra los dos anillos de oro que simbolizan esa unión eterna. «Ya no puede salir, no puedo quitármelo».
Hablamos mucho por teléfono, no sé cuántas veces, pero muchas. Estamos todo el día conectados»
Se agarra a su teléfono como el mejor aliado para salvar los 1.300 kilómetros que separan Burgos y Meknes. «Hablamos mucho tiempo, no sé cuántas, pero muchas veces», suelta y se le escapa la risa. Videollamadas, llamadas telefónicas, mensajes de WhatsApp... Todo vale para que no se apague la chispa. «Estamos todo el día conectados». Se cuentan qué hacen en todo momento y las decisiones importantes las toman de manera conjunta.
«La distancia es muy difícil, pero buscaré trabajo y podré invitarlo para que venga aquí conmigo», comparte sus planes más inmediatos. Ese horizonte mantiene viva su relación, que atraviesa momentos en los que echan de menos la presencia física del otro. La resignación impera: «Sabes que no puede ser...».
Y es que todavía siente muy vivos los ratos compartidos recientemente tras viajar ella a Marruecos. Hacía más de un año que no se veían y el encuentro resultó bonito. No se detiene en intimidades. En las dos anteriores ocasiones en que se han visto, él vino a Burgos. La primera vez transcurrieron tres meses y la segunda, seis. «Tenemos paciencia, sí», confirma y también mucho amor: «Yo quiero mucho a mi marido y él también a mí».
El futuro de los dos juntos se encuentra en la ciudad del Arlanzón. Ahora mismo, Imane no piensa cambiar de lugar de residencia. «Pero nunca se sabe». Depende del trabajo. Su sueño es dedicarse a la enfermería e irá donde lo pueda cumplir.