El ocaso de la caza menor

José Luis López Trascasa
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Los cazadores pagan elevados precios por los cotos pero perciben pocas recompensas. - Foto: MIGUEL ÁNGEL VALDIVIELSO¶

Siempre tuve la certeza de que lo de la caza se trae desde la cuna, es decir que se nace cazador como se nace moreno y crecí pensando, como escribe el maestro Delibes, que los domingos eran, en la época preconciliar, para ir a Misa e ir de caza.

Por eso no entendía lo de la renuncia voluntaria de un cazador a seguir ejerciendo su pasión. A un aficionado solo le retiraban del monte la muerte o los achaques graves.

Sin embargo, este veterano va a dejar el oficio, tras más de cincuenta años con la escopeta, cuando todavía no tiene intención de liar el petate y aún puede andar a buen paso, a decir de Jesús, de Villamorico, antiguo cazador y amigo ya fallecido.

En puridad, ha sido la caza la que me ha dejado a mí, antes que yo a ella. Mi renuncia a la caza menor, la fetén, la de la brava patirroja, está motivada por el eclipse casi total de piezas.

Ortega y Gasset ya explica que la escasez es consustancial al ejercicio cinegético cuando escribe: «Todo cazador sabe que, del animal, con lo que más tiene que luchar es con su ausencia»; pero, es evidente que la total ausencia de piezas imposibilita la propia acción de cazar.

No hay perdices. Y, si no hay perdices, a un perdicero empedernido no le queda más remedio que plegar y dejarlo, aunque el abandono sea muy doloroso para un aficionado convencido de que, aún con la cachaba en una mano y la escopeta en la otra, lo normal era aguantar en el campo y si no daban las fuerzas para andar tras las esquivas patirrojas, sí se podía buscar la rabona en el carasol.

Pero es que tampoco hay liebres y las solanas y abrigaños están yermos y los conejos suelen andar en terrenos espesos, no especialmente indicados para venadores maduros, que van perdiendo, con la edad, la rapidez necesaria para voltear a los gazapos regateando entre las matas.

El declive. Yo me he preguntado las causas del declive tan notorio de la perdiz y la liebre en los últimos dos o tres años y no he hallado una respuesta convincente.

He cazado los últimos treinta y dos -ya son años- en Villamorico y Santovenia de Oca; un terreno muy de mi gusto en el que no hay grandes desniveles, pero sí pequeñas laderas, lindes, aulagares, arroyos y lugares sin cultivar donde pueden refugiarse las piezas y allí no queda prácticamente nada. Lo mismo ocurre en los cotos aledaños. He hablado con Felipe Román, que tiene arrendado el de Galarde y me comenta que no se ven perdices y que él se había ido a cazar a Toledo. En el coto de Arlanzón, otro vecino de Villamorico, han decidido tratar de disimular la falta de piezas propias con repoblaciones y han sembrado cientos de perdices de granja, algunas de las cuales han pasado a nuestro acotado para disgusto de este veterano que dijo siempre que él no cazaría los sucedáneos de patirrojas. Ya han llegado y admito que ese ha sido un motivo que ha acelerado mi decisión de colgar la escopeta. Para un cazador de los de antes y con la afición bien puesta, no es admisible el pensar que los pájaros que vas a abatir, si ves alguno, lo harás debido, antes que a tu conocimiento del terreno y a tu experiencia y sabiduría, a las sueltas de unos animales puestos, que no estaban ahí. La suelta puede ser un recurso para tratar de que no se vayan los socios del coto, los que pagan, poniéndoles presas fáciles. No es mala idea para algunos, aunque también se las podían dar peladas y envasadas al vacío y, de ese modo, no se tenían que preocupar por las perchas.

La caza menor -liebre y perdiz son las piezas más representativas de esa modalidad- se acaba. Lo que no se acaba es la desmesura al pedir precio por los arrendamientos de los terrenos para cazar. En el coto de un amigo, cerca del Urbel, han pagado dieciséis mil euros al año. Son ocho socios, que han desembolsado dos mil euros cada uno y la primera temporada, ésta pasada, no han llegado a capturar media docena de piezas entre todos.

Los altos precios que alcanzan los cotos son una demasía que, además de la ya apuntada escasez de piezas, han propiciado la ausencia de jóvenes venadores en la ladera. Al ocaso de las piezas, hay que unir el de los aficionados a la caza. No hay relevo para los veteranos.

La imagen del cazadores. Estamos en horas bajas. La imagen que tenemos ante la sociedad no es buena, aunque parte de la culpa seguramente es de los propios cazadores. Las competiciones de caza, por ejemplo, son un detestable escaparate para nuestra afición, y no entendemos el empeño de la federación por hacer competitiva una actividad que no lo es.

En el monte, la competencia se establece entre un cazador deportivo y las piezas en plenitud de facultades. Los compañeros de caza son amigos y hay unas normas de educación y saber estar en el campo que los verdaderos aficionados respetan y entre las que no se encuentra el desmedido afán de matar más que el compañero.

En los campeonatos de caza menor con perro se ha ido de escándalo en escándalo, desde perdices puestas en un rastrojo, en un hoyo bajo una piedra que era empujada por el concursante para hacer volar al pájaro, hasta patirrojas conservadas en el frigorífico que el competidor tramposo llevaba ya muertas antes de empezar la prueba, pasando por perros de un participante envenenados, furtivos representando a federaciones y un largo etcétera de despropósitos. Visto el comportamiento de algunos concursantes, no sería baladí hacer una prueba antidopaje en las competiciones a nivel nacional y autonómico, si la federación insiste en seguir celebrándolas.

Por otro lado, hay aspectos muy positivos que la caza aporta, especialmente en el ámbito rural y que se olvidan con reiterada frecuencia. En esta época de dificultades, es conveniente recordar que buena parte de los pueblos burgaleses han sufragado los gastos de acometida de agua corriente, hormigonado de las calles y otros igualmente necesarios con el dinero de los cotos.

Y ¿qué reciben a cambio los cazadores? Unos terrenos vacíos de caza, cada vez menos aptos para la vida animal y una incomprensión por parte de la sociedad.

Un colega y amigo, viejo aficionado, me decía con un punto de añoranza que sólo queda darse de baja en los cotos e irse un par de días o tres a soltar unas perdices en esos gallineros al aire libre dónde las echan. Ahí no engañan a nadie.

La caza menor se va a quedar reducida, para algunos, a colgarse unos pájaros de granja sin la bravura y la difidencia típicas de las campesinas. Esos pájaros que ofertan las fábricas de patirrojas no serán perdices, lo diga quien lo diga, porque las perdices tienen como señal de identidad unas condiciones de fuerza y salvajismo, tan apreciadas por los aficionados de verdad, indetectables en las pruebas genéticas y que las criadas en cautividad no tendrán jamás.

El futuro de la caza. Hace más de veinte años, en 1991, cuando escribía en el periódico, me encargaron un artículo para el centenario del Diario de Burgos. El título fue el futuro de la caza. En él exponía mi creencia de que, en 15 años, la caza menor habría descendido tanto que muchos aficionados colgarían la escopeta y, si querían salir al monte, irían tras corzos o jabalíes.

El hábitat se acaba imponiendo y, si en el arcabuco encuentran gustoso acomodo corzos y jabalíes, perdices y liebres sufren fuera de la espesura los excesos de una agricultura tan competitiva como la actual, que no admite animal o vegetal que la haga sombra. Los herbicidas, pesticidas, abonos químicos y otros, que generosamente se extienden en el campo, son una amenaza constante y mortal para la fauna menuda y para la flora que no sea trigo o cebada.

Tampoco la proliferación de jabalíes ayuda mucho a que se esponjen las patirrojas. El suido no es más que un cerdo salvaje, omnívoro y glotón, que aprovecha su potente olfato para descubrir los nidos de las perdices y así aliviar su dieta, mayoritariamente vegetariana. La prohibición del control de rapaces y otros predadores no ha ayudado, por otra parte, al desarrollo de las poblaciones de perdices o rabonas.

Los vaticinios, ciertamente sombríos, de mi artículo de hace veinte años, se están cumpliendo. El final de la caza menor ya ha alcanzado a extensas áreas de la provincia y las especies salvajes ya no se recuperarán. Es tarde para solucionarlo, aunque no perdamos la perspectiva y vayamos a olvidar que el cuidado de la caza es competencia de la Administración, que no dice nada. Así nos ha ido.

Habrá que dedicarse a buscar setas. Eso sí que se podrá, ¿o no?