Si descontamos los fines de semana, los festivos, la Navidad, la Semana Santa o el verano, muy rara es la mañana en la que se oye el ruido que se produce cuando se levanta una persiana en Castroceniza. Ni que decir tiene que es altamente improbable vislumbrar el humo salir de una chimenea para calentar la casa desde primera hora o, por contra, el sonido de la cerradura atrancando la puerta cuando cae la noche. Y eso que hay cerca de una veintena de empadronados. Este pequeño pueblo de la comarca del Arlanza, enclavado en el estrecho valle de Tabladillo y poblado de encinas, sabinas y robles que acompañan el transcurrir del río Mataviejas, es un ejemplo perfecto de la denominada España vaciada.
Desde hace unos meses no hay ninguna persona viviendo de forma continuada -algunos lo hacen de manera puntual entre semana- en su casco urbano. La muerte del penúltimo vecino y el traslado de su mujer lejos del municipio hace casi un año han dejado las calles de esta localidad completamente vacías. Tan solo resiste a diario un matrimonio, pero lo hace en una finca situada a las afueras del pueblo, junto al viejo molino a más de un kilómetro de distancia del núcleo principal.
«Aquí no quiere quedarse nadie», resume Timoteo Alonso, un agricultor que pasa alguna que otra noche en Castroceniza cuando el trabajo le obliga a madrugar mucho al día siguiente o se le hace tarde. No es una práctica habitual, ya que su mujer reside en Burgos, aunque es el único resquicio que queda de hogar ocupado cuando llega la oscuridad. «Yo y los del molino. No hay más», recuerda. Aunque reconoce que no se aburre durante el día, sí que echa de menos al menos un vecino con el que poder intercambiar unas palabras cuando vuelve del campo.
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