Con un vaso en la mano. Así se veía Ángel Mata en la fotografía que eligieron quienes ayer le homenajearon en la misa de las ocho de la tarde de San Lorenzo y en la calle Carnicerías, donde apareció su cadáver el pasado 8 de enero. Estaba despeluchado y barbado como iba siempre, pero sonreía con los ojos. Con un vaso en la mano posaba este septuagenario que no conoció vida buena en el altar de la parroquia donde iba a desayunar los domingos de los últimos tiempos. Probablemente ese vaso llevaba dentro un café después de toda una vida de trasiego de otros, miles, muy llenos de alcohol y otras hierbas.
Probablemente sonrió al pajarito por compromiso o porque se dio cuenta de que alguien se fijaba en él. Anoche, Ángel Mata, tocado por todos los demonios y por todas las carnes del mundo, fue despedido entre cantos de alabanza, golpes de pecho y llamadas a la reflexión. Con la pena humana de haber visto a alguien con toda su biografía derramada pero con el perdón divino que le hizo transformarse en un profeta. Nada menos.
Así definió el párroco de San Lorenzo, Enrique Ybáñez, a ese hombre que vivió y murió en las calles de Burgos, a ese sintecho, a ese clochard que aceptaba un café de cualquiera y para quien lo más importante de su vida era Tom, un mil-leches con algo de podenco que no paró de ladrar en la calle San Lorenzo mientras se honraba a su dueño y que ahora vive con Pepa, una de las vecinas de Burgos que se desvivieron por la singular pareja.
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