El 23 de febrero es una fecha que cuenta muchas cosas del camino de España hacia la democracia. Evoca súbitamente la escena de Tejero entrando pistola en mano en el Parlamento, pero también retrotrae a una de las decisiones políticas más polémicas, debatidas y pioneras de los últimos 40 años: la expropiación de Rumasa, el imperio levantado sobre cimientos de barro por el histriónico empresario jerezano José María Ruiz Mateos. Los titulares, lo grueso, lo opinado y la teatralización de las consecuencias son moneda de curso legal. Todo lo que ha sido necesario hacer para cerrar aquella grieta abisal abierta por el terremoto del holding, no tanto.
La persona que mejor lo puede contar es un señor de Burgos que no se pudo jubilar hasta que, con 76 años, presidió el último consejo de administración de Rumasa, celebrado el 14 de octubre de 2015. Sí, hasta anteayer la ‘empresa’ seguía viva, y aún hoy es el día en el que se encuentra en proceso de disolución. Cuando la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, anunció la extinción de Rumasa («se cierra por fin este capítulo», fue lo que dijo) al término de un consejo de ministros celebrado el 13 de noviembre de 2015, a muchos ciudadanos pudo sonarle a chiste. ¿Eso todavía existe? Pues sí, existe, y no, no era una broma. Rumasa deja 160 millones de euros en activos que se ingresarán en las arcas del Estado y Félix Díez Burgos, el funcionario que dedicó 32 años de su vida a defender los intereses generales del pertinaz, redundante y global acoso judicial del desaparecido empresario, al fin descansa. Esta es su historia.
Félix Díez Burgos era un joven del barrio de los Vadillos (Diego Laínez con San Francisco, para más señas) que estudió en los Maristas y creció en aquella ciudad en la que «el capitán general Yagüe, que mandaba un huevo, traía a las estrellas del fútbol a jugar un partido contra el Burgos en el campo de Zatorre». Pasó por la Escuela de Comercio y, al terminar sus estudios, preparó y aprobó la oposición a contador del Estado. Eso ocurrió en 1962. Comenzó su periplo por España (Las Palmas, Bilbao, Madrid) y regresó a las oposiciones, en esta ocasión para ser el número dos en las del cuerpo de Interventores y Auditores del Estado. Era ya 1968 y, a partir de ese momento, su vida sería de todo menos el tránsito gris y ciertamente tedioso que cabría suponerle a un interventor público. Es más, su aventura no tiene parangón.
Fue enviado a Lugo y en Galicia comenzó a escribir páginas cruciales en su historia personal («tengo una hija gallega») y político-profesional, ya que tomó contacto en la delegación de Hacienda lucense con José Manuel Otero Novas. «Años después él se fue a Madrid y yo me volví a Burgos, pero entonces nombraron presidente a Suárez y Suárez nombró ministro de la Presidencia a Otero Novas, que a su vez me llamó para trabajar con ellos. No lo dudé, era una ocasión de oro de participar en la Transición y fue la época más gratificante de mi carrera», rememora.
En Presidencia tuvo ocasión de participar activamente en la obra cumbre de la Transición ayudando a diseñar los primeros borradores que se pergeñaron de la Constitución. «La Constitución tiene mil padres y yo era uno más de los partícipes», descarga. Pero también fue el encargado de resolver una incómoda herida de la Guerra Civil que seguía supurando. Él medió en el famoso conflicto de «los mutilados de guerra por la patria y los jodidos cojos», que es como se definía por entonces a los que ganaron y a los que perdieron, respectivamente. «Los militares y viudas de la República escribieron a Suárez y Otero Navas me encargó el asunto. Trabajamos con ellos y logramos publicar los decretos ley para que paulatinamente fueran equiparados sus derechos a los del resto de veteranos. Eso fue importante», evoca mientras explica que atesora con celo el libro que le dedicaron los ‘restaurados’ a ojos del Estado español.
Después pasó por el Ministerio de Educación, donde le nombraron «albañil», asume con ironía. Díez fue director general de Programación e Inversiones, así que a él le tocó sembrar España de colegios, levantar los cimientos de un sistema educativo universal, público y gratuito. Desde su despacho promocionó nuevos centros educativos que sumaban «300.000 plazas». El Gobierno de la UCD (único partido en el que le consta militancia a Díez) pasó, literalmente, a la historia y él volvió a sus quehaceres como interventor de Hacienda, que dicho así no suena muy apasionante después de haber limpiado las tuberías de un Estado en reconstrucción.
La bomba. A veinte minutos para la medianoche del 23 de febrero de 1983, el portavoz del Gobierno de Felipe González, Eduardo Sotillos, anunciaba que el Consejo de Ministros había aprobado un real decreto-ley para la expropiación íntegra del grupo Rumasa «con objeto de garantizar plenamente los depósitos de los bancos, los puestos de trabajo y los derechos patrimoniales de terceros, que se consideran gravemente amenazados». «Yo me enteré, como todos los españolitos, cuando escuché a Sotillos en televisión», asegura Díez, que no se contaba entre los millones de españoles (Rumasa tenía 60.000 empleados, cientos de empresas y varios bancos) que asistían atónitos al anuncio. No se contaba entre ellos porque él ya sabía lo que se cocía bajo el ala de Ruiz Mateos.
«Desde el Gobierno de la UCD habíamos pasado datos al Gobierno del PSOE destacando la inconsistencia y el riesgo que suponían los bancos del grupo, cuyos principales clientes eran las sociedades de la propia Rumasa. Por tanto, la decisión de expropiar no se tomó de la noche a la mañana, y mucho menos como si fuera una pataleta (Boyer, por entonces ministro de Economía, y Ruiz Mateos se las habían tenido tiesas), como algunos quisieron hacer ver. El Banco de España elaboró un informe planteando posibles alternativas y, si bien la expropiación es la más radical, fue la que se decidió», aclara el veterano funcionario.
A Díez el anuncio le cogió recién dimitido como director general del Instituto Nacional de Empleo. Había solicitado su reintegro al Ministerio de Hacienda pero, ay, el teléfono volvió a sonar. Se resta importancia y asegura que su elección se hizo «por eliminación», pero lo cierto es que en junio del 83 le pidieron que dirigiera los destinos del grupo nacionalizado. Lo que no sabía es que iba a estar 32 años entregado a esa causa, «primero como director general y después como presidente» de Rumasa. Aceptó «porque teníamos la convicción de que podíamos cumplir perfectamente con el encargo», cuenta preocupándose de subrayar el plural porque, advierte, «yo no he trabajado solo».
El 8 de noviembre de aquel año «conseguimos consolidar el balance de Rumasa», estudio que afloró un agujero de 296.129 millones de pesetas, tal y como Díez recuerda hablando con una memoria envidiable. Se toparon con una madeja de 600 sociedades, si bien «operativas había unas 200, el resto eran instrumentales». La auditoría posterior de Arthur Andersen concluyó que el equipo de Díez había clavado el importe del roto.
La guerra. Pero Ruiz Mateos, como es sabido, no se quedaría mirando. A sus, digamos, polifacéticos recursos para llamar la atención, que iban desde pegar al ministro a vestirse de Supermán, pasando por presentarse a unas elecciones europeas (y obtener dos escaños), añadió la que, vista en conjunto, podría ser considerada como la mayor batalla jurídica de la historia de España. Hasta 1.500 pleitos librados en medio mundo (toda la España peninsular e insular, Argentina, Inglaterra, Dinamarca, Reino Unido, Estados Unidos...) comenzaron a regar los tribunales de todo rango y condición. En sentencia firme Ruiz Mateos no ganó ni uno. Cero. Nada.
¿Existirá alguien sobre la faz de la Tierra que se haya enfrentado a 1.500 pleitos y los haya ganado todos? Díez resume con flema que «lo que ocurrió es que, aparte de tener razón, nos la dieron». Como si fuera tan fácil. Como si ese empeño no se hubiera llevado 32 años de su vida. Como si eso no le hubiera obligado a jubilarse con ¡76 años! Coño, como si fuera algo que pasa todos los días. «Mira, la consecuencia de la expropiación fue el contencioso jurídico-político de mayor nivel que ha existido, y nos tuvimos que enfrentar a él y contra la mala prensa que teníamos porque se entendió como un capricho político, pero en términos coloquiales diré que fue la mayor socialización de pérdidas que se ha hecho en este país para cumplir con lo que dice la Ley de Expropiación: el mantenimiento de los puestos de trabajo y la garantía de los créditos de clientes y depositantes», argumenta.
Esa macrocausa, catalizada siempre por el equipo jurídico de los Ruiz Mateos y «en la que participaron muchos abogados, incluso uno de Burgos que creyó haber descubierto el filón para que el Estado hincara la rodilla, y no sólo no la hincamos sino que ganamos por goleada», provocó el dictado de sentencias memorables y también algunas situaciones hilarantes. Preguntado sobre si alguien trató de sobornarle, Díez niega la mayor, pero repesca de su memoria una escena que cualquiera que haya sabido de la existencia de Ruiz Mateos puede imaginar sin dificultad.
Ocurrió en Washington durante un juicio por la marca Dry Sack. «Antes de entrar a la sala estábamos paseando por los pasillos. El señor Ruiz Mateos se acercó y me dijo: Tienes cara de listo, ¿cuánto ganas? Por qué no trabajas con nosotros y te doblamos el sueldo. Le contesté, irónicamente, que al menos tendría que multiplicármelo por diez». No fue su único cambio de impresiones. En otra ocasión similar, Díez se dirigió al empresario y le dijo que era «la banquera del pueblo», una clara referencia a la usura. «Se lo justifiqué con que hacía un uso incorrecto del dinero que movía con sus bancos, y él me contestaba: Sí, bribón, pero con activos».
la victoria. La realidad judicial fue mucho más contundente para el fundador de Rumasa. Hubo sentencias, como la que dictó el juez Gibson en Londres, que recogían conclusiones demoledoras. Frases como «manifiesto categóricamente que el señor Ruiz Mateos actuó contraviniendo sus obligaciones fiduciarias» o «el señor Ruiz Mateos ha preferido deliberadamente burlarse de las supremas órdenes de este tribunal» son sólo algunos ejemplos de que el empresario perdía sistemáticamente tanto en fondo como en forma.
En esas guerras anduvo Díez defendiendo al Estado español durante más de tres décadas. El funcionario lamenta la idealización que se hizo a lo largo de casi todo ese tiempo de la figura de José María Ruiz Mateos, máxime por las enormes consecuencias que tuvieron sus actividades empresariales y que, todavía hoy, tienen. «Cuando me destinaron a Rumasa iba con un cierto reparo, pero se me pasó en cuanto conocí los datos. La crítica podría ser sobre si se debió dejar quebrar a Rumasa o asumir, como asumió el Estado, el coste de una operación que supuso del orden de 600.000 millones de pesetas. Ese era el único debate, porque quién era Ruiz Mateos lo sabíamos muy bien, como se ha puesto de manifiesto con la Nueva Rumasa. Empleó el mismo mecanismo que con Rumasa, pero como no tenía bancos, para financiarse hizo una emisión de pagarés que no abonó a su vencimiento», subraya.
A finales de 2015 Rumasa era «cosa juzgada y cerrada». Díez convocó el consejo de administración para trasladar a la junta general la petición de liquidación, ingresar 160 millones al Estado de los activos de Rumasa (la mayoría, curiosamente, provenientes de la compra de deuda soberana española), y poder jubilarse de una maldita vez. Está orgulloso de haber trabajado con «un equipo con dedicación plena y clara» que deja «hasta la última peseta justificada como Dios manda» tras un proceso de «miles de millones». Se tomó la decisión e invitó a sus consejeros a un menú del día porque «hay que dar ejemplo». Ya ven, uno es interventor hasta en la mesa.
Le preguntamos cómo se sintió tras aquel último consejo de administración y reconoce cierto «despiste». «Desde que salí de Burgos en 1962 siempre he tenido obligaciones, así que supongo que me sentí... Confuso, la palabra es confuso». ¿Y ahora qué va a hacer? «Ahora soy un jubileta, así que me tomaré unas libertades que antes no tenía». Se las ha ganado, vive Dios.