Sin novedad en Trebiñu

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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La normalidad reina en el día a día de los treviñeses, resignados a que, de cuando en cuando, su singular situación se vea en el foco. El sentimiento de pertenencia al País Vasco sigue siendo enorme

Una pancarta, clavada groseramente en la iglesia de Treviño, reivindica la integración delCondado en Álava; al fondo, los mástiles del Ayuntamiento huérfanos de banderas, salvo la LGTBI. - Foto: Iván López

«Ya hubo suficiente kale borroka durante años. Lo del otro día fue producto del alcohol. Se explica por la botella». Es media mañana del miércoles. Atiza el bochorno en Treviño, donde los frutales son ya más que una dulce promesa y los huertos, jardines del Edén. A la fresca de uno de los bares del pueblo, el camarero pega la hebra con varios clientes. Aún se hacen cábalas sobre quiénes fueron los vándalos que en la madrugada del pasado domingo, durante las fiestas de San Juan, arrancaron de la fachada de la Casa Consistorial las banderas de España, Castilla y León y Europa -que luego prendieron fuego- para colocar en su lugar una ikurriña. Los parroquianos quitan hierro al asunto, que estiman anecdótico, la travesura de quienes han estado empinando el codo ferozmente y les dio por ahí como podía haberles dado por allá.

El debate sobre la integración del Condado de Treviño en Álava, que suena viejo como el mundo, no ocupa el devenir cotidiano de sus habitantes, acostumbrados -e incluso resignados- a esta singularidad, que sobrellevan con naturalidad, pero con una opinión mayoritaria: los habitantes de este islote se sienten alaveses, mal que pese en otros lares. Trebiñu Araba da (Treviño es Álava) es la consigna, el eslogan que puede leerse en carteles que lucen en fachadas de casas particulares, en pintadas de grafiti en paredes, en pegatinas por casi todos los rincones del pueblo e incluso en una gran pancarta que se exhibe groseramente -porque está apuntalada en el muro de aquella manera-, en la bella iglesia de San Pedro Apóstol, que es Bien de Interés Cultural. 

En todo el caserío del pueblo hay referencias al sentimiento de pertenencia al País Vasco: símbolos como el lauburu, el eguzkilore (flor del sol, que en la mitología vasca ahuyenta los malos espíritus y protege los hogares), las ikurriñas... En la entrada al pueblo hay un gran mural costumbrista con la silueta del Condado y sendos símbolos vascos. A su lado, cuelga una pancarta con la siguiente leyenda (escrita en euskera y en castellano): 'De Burgos en contra de la voluntad de los treviñeses'. Idoia, treintañera residente en Treviño, no hace valoración política alguna, pero tiene claro dónde está su corazón. «Nos sentimos alaveses, hacemos toda la vida en Álava. Además, hay más ayudas en Álava que en Castilla y León. Nos gustaría ser alaveses», sentencia.

Al centro de salud llega Alicia, vecina del pueblo treviñés de Argote, donde nació y donde reside. «Yo soy alavesa, lo tengo claro. Lo demás es política. Si es que lo que está a la vista no necesita candil», señala tirando de refrán. Y apostilla: «Mi marido se murió con la pena de no ser alavés». Ahí queda eso. Raquel está saliendo del colegio con el balón de su hijo en ristre. Su análisis de la situación rezuma sensatez. «Es una cuestión de proximidad, de sentido común. Estar así nos complica bastante la vida: hay que hacer una cosa en Castilla y León y otra en el País Vasco. Esta realidad nos vuelve un poco locos. Y al final, nos sentimos marginados. Yo no soy nacionalista, pero sí me gustaría un poco de coherencia. De verdad: un poco de coherencia. O somos de un lado, o somos de otro. Es un sinsentido no ser de ningún sitio», explica.

Tierra tranquila. No hay mucha gente por la calle mayor, llena de preciosas casas de piedra -algunas lucen heráldicos blasones-. A cuentagotas hay quien entra y sale del estanco, del súper o de hacer papeles en el Ayuntamiento [este reportaje se realizó el miércoles], en cuyo balcón aún están los mástiles huérfanos de enseñas. Eso sí, luce colorinera la divisa del colectivo LGTBI. En el callejón donde se asegura que fueron quemadas las banderas no hay rastro alguno de ese fuego. Sí permanece, afeando el precioso espacio, la enorme pancarta clavada el muro del templo con la leyenda Trebiñu Araba da. Y unos cuantos vecinos interpelados a propósito de este episodio aseguran no haberse enterado siquiera. «Aquí vivimos tranquilos. Lo peor es cuando todo se vuelve política. No hay problemas ni de convivencia ni de nada. Si hay un problema, es exclusivamente político. Nada más. Y por eso tenemos la sensación de que no se va a resolver nunca», confía a este periódico Manuel, que prefiere no aparecer en ninguna fotografía.

Hay treviñeses que se han indignado profundamente con el acto vandálico del que fue objeto el Consistorio de la villa. «Aquí vivimos muy tranquilos. Este tipo de actuaciones no representan a la gente del Condado. Esta es una tierra de paz. Aquí quienes vienen lo hacen sabiendo que se está muy bien», apostilla.

En el bar Roa, a la hora del vermú, se charla animadamente de esto y de aquello; de la tormenta bíblica del día anterior que casi arruina las huertas, de lo entretenida que está la Eurocopa, de los achaques que tienen a uno con muleta y al otro con un lumbago del demonio. Sobre los vándalos de las banderas, un deseo: que alguna de las cámaras de vigilancia de establecimientos cercanos al Ayuntamiento (que no tiene este sistema) permitan identificar a los fulanos que han vuelto a poner en el mapa Treviño. Y paguen por ello. La investigación por estos hechos sigue su curso, como lo hace la vida en las calles de este pueblo. Una vida apacible y tranquila. 

Sin novedad en Trebiñu.