«Esto lo tiene que hacer un loco», escuchaba una y otra vez José María Pérez desde el taller de la casa del pueblo. Tanto los vecinos como los turistas que contemplaban las maquetas elaboradas con sus propias manos no daban crédito que con la unión de decenas -o mejor dicho centenares- de pinzas de madera de colgar la ropa se podrían llegar a construir piezas tan impresionantes repletas de meticulosos detalles. Pero como la realidad siempre supera a la ficción, este oniense afincado actualmente en La Rioja -cuyo corazón también está dividido con Guipúzcoa- se marcó el reto personal de representar a pequeña escala aquellos lugares de Oña que ocupan un importante espacio en su ser, ya sea porque le hacen viajar en el tiempo y recordar los momentos más divertidos que vivió en su infancia, o porque le gustan de manera sobrenatural.
El Monasterio de San Salvador, la iglesia y su imponente escalera no podían faltar en la colección, tampoco el cubillo con reloj -de pulsera- incluido, tampoco la plaza del Ayuntamiento con la iglesia y la torre de San Juan y la terraza del mítico bar Janfry, la plaza del Mercado o el Arco de la Estrella. Pero lugares quizás menos reconocidos, pero con un valor sentimental para este hombre que se crió, formó y desarrolló en San Sebastián, tampoco se le resistieron. Entre el listado destaca la ermita de San Vitores, el lavadero o la antigua estación de tren, en la que tantas horas de juegos y risas pasó junto a sus mejores amigos.
Hace tan solo unos días que realizó la habitual visita a la villa para ver a familiares -y comprar morcillas- y aprovechó el viaje para acercarse por el sendero de la vía verde hasta la caseta del puente La Blanca, donde de niño acudía prácticamente a diario a charlar con el guardagujas y a capturar cangrejos en el río Oca. Sin duda, otro de los espacios que marcaron su niñez y que pretende representar a pequeña escala con uno de los túneles de fondo. El trabajo no cesa y ya se ha marcado su próximo objetivo. «¿Cuántas pinzas necesitaré para esta nueva pieza?», se preguntó mientras tiró varias fotografías de la edificación. No encontró respuesta. «Nunca he contado el número que empleo para cada maqueta, tampoco el de horas que invierto en ellas», reconoce.
El artista, José María Pérez. - Foto: DB.Sí que calculó los meses en los que se alargó la construcción. «Doce, ni más ni menos», responde con rapidez. Teniendo en cuenta el tamaño de las piezas y la delicadeza con la que trabaja «son pocos y de media tardé algo más de un mes por cada una», añade. El recuento de horas ya le resulta una cantidad imposible de acertar. «Mi mujer tenía que bajar a buscarme todos los días al garaje cuando llegaba el momento de comer porque pasaba el tiempo y no me enteraba, se me quitaba hasta el hambre», comenta entre risotadas. Siente especial devoción por la maqueta de la iglesia San Salvador, ahora expuesta en la entrada, y la de la fachada del Monasterio y la plaza del Conde Sancho García, en la que añadió la zona de juego de bolos que existió antaño, «que los más jóvenes no recordarán. Allí era donde nos escapábamos para hacer nuestras trastadas y demás cosillas», añade.
A pesar de la unión forjada con su colección de piezas y de los recuerdos que invadían su cabeza cada vez que las contemplaba -podía hacerlo durante horas- quiso compartir con su villa natal y vecinos las emociones que recorrían su cuerpo imaginando escenas pasadas en los diferentes emplazamientos representados. Las batallas de cerveza y bailes en la plaza de San Vitores, la llegada del tren y los viajeros con sus grandes maletas a la estación o las mujeres lavando la ropa en el pilón del lavadero… Por el momento, la única que ha encontrado su sitio es la de la iglesia, el resto espera en una sala de la abadía a que miles de ojos las observen. Tiempo al tiempo.