De los crímenes de Silos a las visiones de la Santa Compaña

R. PÉREZ BARREDO / Burgos
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DB adelanta en exclusiva las primeras páginas de La Santa Compaña (Editorial Tusquets), segunda entrega de las andanzas de un Gonzalo de Berceo de ficción que deslumbró con La taberna de Silos, novela que fue la revelación literaria de 2023

Fue en Silos donde se dio a conocer, y de qué manera, un nuevo personaje literario llamado a hacer historia; resulta curioso que ese mismo personaje, -pero el verdadero, puesto que existió- ya la hiciera y la escribiera en la Edad Media. Fue, en aquella época remota y siempre nebulosa, donde Gonzalo de Berceo se convirtió en el primer gran poeta en lengua castellana. Es, en este siglo XXI, que la deslumbrante imaginación de un escritor secreto, un genial novelista que firma con el pseudónimo de Lorenzo G. Acebedo, lo ha resucitado para convertirlo, amén de en el talentoso vate que fue, en un clérigo lujurioso, en un bebedor de fuste y en un perspicaz detective. Llega ahora a las librerías La Santa Compaña (Editorial Tusquets), segunda entrega de las andanzas de este Berceo de ficción que irrumpió en el panorama literario nacional con la fuerza de un huracán en ese espléndido hallazgo titulado La taberna de Silos, una obra hechizante, divertida, sorprendente, profundamente lírica y de lectura gozosa. Una de esas maravillas que, de cuando en cuando, reconcilian al lector con el placer inmenso de la lectura.

Si en La taberna de Silos, considerada una de las revelaciones del año y uno de los libros más vendidos (nada menos que seis ediciones lo avalan) este Bercedo devenido en sabueso se encontró en el trance de desfacer el no magro entuerto de una serie de asesinatos cometidos en la abadía burgalesa, en La Santa Compaña va a enfrentarse a otra ola crímenes y a sucesos inexplicables que están diezmando el Cabildo de la Catedral de Santiago de Compostela que, coincidiendo con la celebración del jubileo, se halla atestada de peregrinos y personajes de todo pelaje y condición, que más parece sacada del relato de Alejo Carpentier El Camino de Santiago de lo que seguro que fue, porque los libros de este enigmático Acebedo, asaz de entretenidos, son eruditos: el retrato de la época es formidable, todo un tratado medieval.

Una babel mágica. La cosa es que nuestro Berceo de ficción se ve, casi súbitamente, en esa Babel gallega; y por la novela desfila su viejo amigo Lope, a quien conoció durante su estancia en Silos, y alguna que otra turgente tabernera, y no pocos fantasmas y demonios y miedos de un pecador de tomo y lomo; y otro personaje que, algún día, será conocido como Alfonso X El Sabio. Nada menos. Es La Santa Compaña otra historia que atrapa y seduce desde el mismo arranque, ese que se salda con la violenta muerte de un canónigo catedralicio embestido por el famoso botafumeiro del templo gallego. Historia, delirio, fantasía, divertimento, pasión y placer se dan cita en esta novela, de la que Diario de Burgos tiene el privilegio de adelantar sus primeras páginas de la mano de su casa editora: Tusquets. El libro saldrá a la venta este miércoles, 5 de junio. Promete ser, como sucediera con la anterior, otra de las grandes sorpresas literarias del año.

Capitel de San Juan de Ortega, hito del Camino de Santiago. Capitel de San Juan de Ortega, hito del Camino de Santiago. - Foto: Patricia

PÓRTICO. PRIMER DÍA
El vuelo del botafumeiro

No tengo mala opinión del miedo. Junto al freno de la vergüenza y a los dictámenes de la razón, el miedo me ha salvado a menudo del peligro, que, en contra de lo que me habían dicho tantas veces de joven, no viene de la astucia del demonio, sino de la ignorancia de los hombres o de lo contrario, de su exceso de curiosidad.

Era domingo, año de jubileo, y yo acababa de llegar a Santiago de Compostela sin miedo alguno, pero con el cuerpo bastante molido tras un trayecto de doce jornadas en el interior de un carruaje. No veía el momento de apearme cuando el coche por fin se detuvo frente a la portada de la catedral en obras, en una plaza copada por los puestos de obradores de piedra que trabajaban en la remodelación del edificio, junto a tenduchos de vendedores que pregonaban sus mercancías: estrellas de Salomón para los partos, reliquias de mártir, huesos de santo, redomas de agua milagro- sa, higas para el mal de ojo, remedios contra la peste y pedazos de la santa cruz. Escuchando a los variados contadores de milagros, había ciegos, mudos, impedidos, endemoniados y leprosos llegados a Santiago por el aliento de la esperanza de su curación.

La catedral se alzaba majestuosa, pero herida por los picos de las grúas, sobre la muchedumbre. Había oído alabar el pórtico que se divisaba al final de la escalinata, pero aquella era la primera vez que lo veía. Su exceso de colorido era sobrecogedor: la nueva arquitectura goda de la que hablaba todo el mundo; una belleza empeñada en el aplauso de los hombres.

Me dirigí hacia la escalinata, pero tan embebido estaba en la contemplación de aquella grandeza que no me di cuenta de dónde pisaba hasta que mi pie se posó en un formidable cagajón de perro reciente y mantecoso. El accidente me contrarió. Estrenaba yo entonces un par de zapatos de piel vuelta de antílope, que había encargado un año antes a un maestro zapatero de Arnedo (en donde hay dos que compiten en excelencia). No resultaron nada baratos, pero el material era de primera calidad, y me irritó verlos tan sucios.

De los crímenes de Silos a las visiones de la Santa CompañaDe los crímenes de Silos a las visiones de la Santa Compaña

Mientras me limpiaba en el canto de los escalones, le pregunté a un vendedor de cuernos de unicornio y cintas de la Virgen María para lucir en la muñeca —una usanza que venía de Milán— quién cantaba misa aquel domingo. La respuesta me la esperaba, pero quería estar seguro.

—El ilustrísimo arzobispo Juan Arias. Hoy hay misa mayor en el altar del apóstol.

Juan y yo habíamos sido compañeros en el Estudio General de Palencia y grandes amigos, alentados por un sueño semejante de triunfo que solo había realizado él, pese a su austeridad y falta de ambición, o quizá gracias a ella. Yo, en cambio, más soñador pero también más perezoso, me había quedado en poetastro.

Hasta los buhoneros lo conocían: Juan Arias, arzobispo de Santiago. Gallinato, como lo llamábamos en la cuadrilla. Su familia era de las antiguas de Galicia, y dos años antes de volver a verlo, un tío suyo había destacado junto al rey Fernando III en la toma de Sevilla, haciendo famosa la enseña de los Gallinato: una gallina con las alas abiertas y despatarrada que los ciegos cantores mostraban en las viñetas de sus grandes pergaminos ilustrados.

Una multitud se agolpaba frente a la puerta principal, fascinada por la narración que relataban las figuras del tímpano. Aunque labradas y tintadas sobre la piedra, con esas cuidadas anatomías que los ropajes no esconden, con esos rostros de pómulos hinchados, ojos abultados, gruesos labios y cabelleras de mechones ondulados, incitan a una piedad concupiscente.

Muchos peregrinos caían de hinojos implorando perdón en sus algarabías tras alzar la vista y ver por primera vez el rostro del santo. Los más fervorosos intentaban encaramarse a la basa de la columna y, una vez allí, de puntillas, rozar con la yema de los dedos los pies de Santiago.

Un teutón rubio, desnudo de cintura para arriba, de luengas barbas y cuerpo fibroso, había logrado encaramarse por la columna hasta el lugar en el que Santiago muestra a los recién llegados el pergamino labrado en piedra con la inscripción: me envió el señor. Una vez allí, jaleado por un grupo de bretones, el teutón apoyó el pie negro de roña en el báculo del apóstol y se levantó hasta el capitel en que se relatan las tentaciones de Cristo. Quería alcanzar el dintel y llegar hasta la figura de un pantocrátor con capa de intenso añil y corona de oro, pero las fuerzas le fallaron y fue resbalándose árbol de David abajo hasta llegar al suelo ante la decepción general.

A mi alrededor, estorbando el paso, los peregrinos se contaban unos a otros los lances sufridos por el camino. Los que no podían hablar yacían postrados a un costado de la catedral, extenuados o enfermos, atendidos por sacerdotes y beatas que iban de un lado a otro ofreciendo agua o alimento. En el interior de la catedral, iluminado por los cirios de los peregrinos con una claridad extraña, el bullicio era aún mayor.

Al fondo, el botafumeiro (que es como llaman en Santiago al incensario, y que tiene la particularidad ahí de ser móvil) se balanceaba a enorme velocidad de un extremo a otro del transepto, intentando impregnar el aire de su aroma a hierbas olorosas. Pero lo cierto es que apenas conseguía atenuar el potente hedor a caminante que predominaba: una mezcla nauseabunda de sudor, orines y pus. He visitado mercados de ganado que invitaban más al recogimiento y olían mejor.

Como pude, me fui abriendo paso por la nave central entre bulliciosos italianos que cantaban salmos al son de cítaras y caramillos, y piadosos galos que lloraban sus pecados acompañados del cálido sonido de sus liras... Y casi me doy de bruces con un clérigo, cuyo rostro de pobladas cejas y rasgos tan sencillos que parecían haber sido esculpidos con cuatro golpes de cincel reconocí de inmediato: el deán de Santiago, Fernando Alfonso de León, hermanastro del rey Fernando III, quizá el hombre más frugal que he conocido en mi vida.

—Gonzalo —me dijo, muy extrañado—. ¿Qué hacéis vos aquí?

No me apetecía revelarle las razones muy poco religiosas que me habían llevado a Santiago, así que le di un fuerte abrazo.

—Pero ¿adónde vais? ¿No concelebráis la misa mayor?—le pregunté a mi vez.

—No..., no he podido ni vestirme, ha surgido una urgencia —me dijo, extrañamente apurado—. ¿Venís a mi casa mañana? Preguntad y os dirán, os espero a la hora que queráis. ¡Con Dios! 

Y se fue apresurado peleando con los peregrinos para conseguir salir.

¡Fernando el Moro!, me dije. La nostalgia se apoderó de mí viéndole marcharse. En el Estudio General de Palencia le llamábamos así por su madre, la Maura, una famosa cortesana de origen mauritano, y amante del rey —éramos crueles como niños, aunque a él le daba igual: estaba orgulloso de su madre—. Como bastardo, Fernando no había tenido más remedio que tomar los hábitos, y había aceptado ese destino con la misma alegría infantil con la que hubiera celebrado el cargo de emperador.

Su máxima aspiración, expresada mil veces en nuestras conversaciones nocturnas, era no tener nada, salvo el hábito remendado de estudiante que parecía seguir conservando, vestido como iba de cura pobre.

Y pese a su humildad había alcanzado el puesto de segundo en aquel cabildo. El año anterior me había llegado la noticia, y lo imaginé resistiéndose al cargo. Cuando, siendo todavía novicios, su familia le enviaba cajas con fruta, camisas, frazadas y ropa de abrigo, Fernando repartía todo entre los estudiantes que menos tenían.

Antes de empezar los estudios se había retirado durante dos años a vivir en una cueva para que su cuerpo se acostumbrara a la pobreza. En cierta ocasión, al encontrarse a una ermitaña desnuda en el bosque («la mujer más bella del orbe», decía al contarlo), le había ofrecido su manto para que se cubriera y poder así escuchar sus enseñanzas sin distracción, siguiendo el ejemplo del santo Zósimo de Palestina —a quien veneraba— cuando se encontró con la anciana santa María Egipciaca...