Viene en el Diario que el Ayuntamiento y los hoteleros de Burgos han empezado a negociar un endurecimiento de las condiciones de los pisos turísticos. En paralelo, el grupo parlamentario del PSOE ha tomado la iniciativa en el Congreso para cambiar la Ley de Propiedad Horizontal (a ver si esta vez se la aprueba Puigdemont) y exigir como condición para este tipo negocios la aprobación de las comunidades de vecinos. Los gobiernos autonómicos también intentan frenar un fenómeno hasta ahora imparable que cada vez genera más rechazo y preocupación, mientras mueve millones de euros.
Reconozco que yo este asunto solo lo veo desde una perspectiva: la del turista. Viajo cuando puedo y alguna vez he hecho uso de este tipo de alojamiento, pero no soy multipropietario. No puedo hablar de la maravillosa experiencia de poder exprimir esa propiedad heredada de un tío abuelo con la que nadie sabía muy bien qué hacer hasta que uno de los primos propuso alquilarlo por días y contratar a alguien que lo limpie. Por supuesto, en negro.
Los pisos turísticos surgieron como algo simpático, prácticamente una economía colaborativa, para poner en el mercado viviendas vacías, que tenían mala salida en el mercado del alquiler, o incluso pasaban por una suerte de casas rurales, pero en la ciudad, con aspiraciones modestas.
Con los años y la explosión del turismo se han convertido, sin embargo, en una doble amenaza. La primera, para el sector hotelero, pues ha visto cómo le adelantaban por la derecha creando miles de camas cada trimestre. Su reacción, impulsado por una demanda voraz, ha sido inflar los precios tras la pandemia.
Y la segunda, y mucho más preocupante porque nos acabará afectando a todos, es la del precio de los alquileres. Por poner un ejemplo, estos días está tomando posesión de sus puestos una numerosísima promoción de funcionarios del Estado, alrededor de 4.600 personas. ¿Adivinan qué provincias han quedado las últimas en la elección de destinos? Barcelona y las Islas Baleares. A ningún propietario le compensa alquilar su apartamento por 700 euros al mes cuando pueden pedir ese precio por semana, o mucho más. Da igual que los inquilinos vengan a emborracharse, a hacer ruido o a ensuciar. Se van a los cuatro días y ya vendrá alguien a recoger, a pintar o a arreglar. Y mientras tanto, los vecinos histéricos. Lógico.
No sé cómo, pero es imprescindible poner coto a esa gigantesca trampa para la economía y para el mercado de la vivienda. Urge de verdad.