A primera vista, las construcciones ubicadas en un alto a medio kilómetro del casco histórico de Llano de Bureba pueden confundirse con un pintoresco pueblo en miniatura. Nada más lejos de la realidad. El conjunto oculta nada más y nada menos que unas bodegas excavadas en el subsuelo, al parecer en la Edad Media, y sobre ellas los productores de chacolí levantaron los merenderos en los que desde hace décadas utilizan como lugar de reunión. Estos suponen uno de los atractivos más interesantes de la localidad y que más visitantes atraen a lo largo del año dispuestos a 'empaparse' de historia, degustar un suculento asado y pegar un buen trago, o acabar con una botella si la cosa se alarga.
Las 42 bodegas mantienen su esencia -temperatura fresca, cierta humedad y oscuridad- y un encanto que no pasa desapercibido, a pesar de que los productores se cuenten con los dedos de... ¿una mano? El agua llega hasta los grifos y la iluminación de sus recovecos es posible gracias a la energía solar. Además de las chimeneas, las placas solares se han convertido en unas buenas aliadas contra las tinieblas, y gracias a ellas las 'comilonas', las tertulias o las partidas de cartas y otros pasatiempos se alargan hasta altas horas.
Chus Mari Fuentes cultiva viñas -de los pocos que quedan en el pueblo- y elabora unos cuantos litros de vino por campaña. No lleva del todo bien ser testigo de la «pérdida de una tradición milenaria» y se resiste a que desaparezca con quedadas entre «compañeros de campo» y organizando jornadas de puertas abiertas a los distinguidos almacenes de piedra. La idea es convocar una nueva quedada en el mes de agosto y organizar visitas guiadas, catas y una comida con el fin de dar a conocer un producto local bastante desconocido.
Menos de 8 kilómetros separan al municipio del mejor salero de Europa y uno de los principales focos productores de chacolí de la provincia. Al igual que en Frías o Miranda de Ebro, el cuidado de la vid estuvo profundamente enraizado en Poza, y a día de hoy se conservan cantidad de testimonios de todas las épocas que lo confirman. Más que por la calidad del vino, la importancia de este cultivo radicaba en su complementariedad con la explotación de las salinas. Algunos textos antiguos de los distintos capítulos de la historia de la villa mencionan que de esta manera los obreros se «garantizaban el jornal» fuera de la temporada de extracción. La producción local llegó a superar el millón -largo- de litros y el concejo decretaba las fechas de vendimia y controlaba la entrada de vino foráneo.
«¡Nada qué ver con la estampa actual!», se lamenta Luis Mediavilla. Este bilbaíno heredó de su suegro Cipriano y no de su padre la pasión por el olor, sabor y la textura del chacolí. Desde niño veraneó en la villa, a pesar de que ningún familiar procediera de allí, y se casó con una pozana -al igual que otros dos hermanos, el tercero conquistó a una de Oña-. Desde entonces cultiva una viña y produce su bebida favorita, aquella que nunca falta en la mesa. Antaño llegaba a sacar hasta 1.000 litros, pero en la actualidad se conforma con 300 o 400, dependiendo de la añada.
«Consumo casero, nada de venderlo», responde con viveza. Siente cierta tristeza al vaticinar que sus cultivos acabará por perderse con el paso del tiempo. Sus descendientes no han mostrado intención alguna de continuar con los cuidados y él prefiere no insistir. Recuerda con anhelo los años prósperos en los que decenas de pozanos pisaban incluso la uva para obtener una bebida con «cierto toque acidillo», explica. En su curiosa colección de botellas de chacolí con sello de identidad pozano conserva 18 diferentes como el mayor de sus tesoros. Desde su pequeña bodega anima a las nuevas generaciones a no dejar en el olvido a un legado milenario.