Un recorrido por el verano en esta provincia, sentido a sentido.
El tacto es quizás el menos evocador de los sentidos, al menos a priori. No tiene la fuerza de los olores, que envuelven, la potencia de una imagen, capaz de meterlo a uno dentro y atraparlo, y qué decir de los sabores... Pero, en cualquier caso, vamos a darle una oportunidad, uno nunca sabe, lo mismo sorprende.
El tacto es, según definición canónica, un sentido corporal con el que se perciben sensaciones de contacto, presión y temperatura. Ahí está todo, lo mejor y lo peor. Demos una vuelta, si le parece, por esos extremos, por su filo veraniego.
Empezando por el final, por la temperatura, quien, por ejemplo, se haya bañado en la fabulosa poza formada por una cascada que hay después del refugio de Tres Aguas (en Fresneda de la Sierra Tirón) es difícil que lo olvide. El momento en el que se juntan fuerzas para sumergirse y el agua lo cubre a uno hasta los hombros es como un viaje a otra dimensión (o como un tortazo a mano abierta); uno cree morir, implosionar, explotar, perder la conciencia o todo a la vez. No es frío, es otra categoría. Luego se queda divinamente, pero hay que pasarlo. En el polo opuesto, habita esa deliciosa sensación de regar (la huerta, la hierba o lo que sea) con sandalias, al final de una tarde de agosto mientras el agua de la manguera (caliente de todo el día) cae suave sobre los pies. Eso es verano; paz suprema.
La presión, por su parte, deja huella estival indeleble: no hay presión más veraniega que la de la rodilla contra el asfalto, la tierra, la gravilla o de lo que sea esté hecho el suelo cuando uno, de pequeño, se cae de la bici (porque se va a caer seguro). Postillas, rozaduras, raspones y otras marcas (o trofeos) darán cuenta para siempre de esa presión. El reverso amable puede ser, por fantasear con algo, un masaje; presión de la buena que le puede caer a uno en la espalda o los hombros tumbado en una hamaca colgada entre un nogal y un ciruelo (esto no tiene por qué ser autobiográfico, le podría pasar a usted).
Y, por último, llegamos al contacto, probablemente el rey de este negocio. En su lado tenebroso, tal vez no haya nada peor que ese roce leve pero insistente e insoportable de una mosca tras otra sobre uno: todo el tiempo, en todas partes, sin remedio. Pero el contacto es, sobre todo, el contacto con otros cuerpos y el verano es el tiempo propicio. Hablamos, claro está, de tocar, ser tocado, descubrir sensaciones, las primeras veces, sentirse fuera de uno mismo, abandonar la conciencia (pero no como en la poza), en suma, sumergirse simplemente en ese contacto maravilloso. Todo esto también pasa en verano; va a resultar que el tacto no tiene nada que envidiar a los otros sentidos.